Columna: ¿Qué aprendió Trump de su juicio político?
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WASHINGTON — Hace veintiún años, el presidente Bill Clinton pronunció su discurso del Estado de la Unión en 1999, mientras su juicio de destitución estaba en curso en el Senado. El discurso, según consideró un crítico republicano, fue “un jonrón”.
Clinton, que sabía que pronto sería absuelto, no mencionó su proceso de destitución. En lugar de ello, se centró en el futuro. Tomó crédito por la economía fuerte, propuso una legislación bipartidista para rescatar la Seguridad Social y apeló a sus oponentes a superar sus diferencias.
La situación que enfrenta el presidente Trump a medida que se acerca a su tercer discurso sobre el Estado de la Unión es asombrosamente similar. Cuando hable, el martes por la noche, su juicio político no habrá terminado. Se espera que el Senado vote para absolverlo el miércoles.
Trump se enfrenta a una prueba de autocontrol. ¿Será capaz de resistir la tentación de regodearse con su victoria venidera y burlarse de los demócratas, cuya tentativa de destitución se quedó corta? ¿O podrá elevarse por encima del momento para revivir los ánimos de cooperación bipartidista?
El historial de Trump como presidente y las circunstancias de su juicio político no ofrecen muchos motivos para el optimismo.
Cuando Clinton fue enjuiciado por la Cámara, la nación estaba fuertemente polarizada, tal como ahora. Pero el demócrata reconoció su mal proceder al tener una aventura con una pasante de la Casa Blanca y luego mentir al respecto. Antes de su juicio en el Senado, señaló que “lamentaba profundamente” sus acciones y agregó: “Entiendo que la responsabilidad exige consecuencias”.
Trump, por el contrario, insiste en que no hizo nada malo al presionar a Ucrania para que investigara a un candidato demócrata a la presidencia, solicitando efectivamente ayuda extranjera para su candidatura de reelección.
Él no ofrece ningún cierre, excepto en sus términos. Los demócratas de la Cámara continuarán investigando su conducta, y él seguirá denunciando las investigaciones como una cacería de brujas.
La cooperación bipartidista nunca ha sido natural para Trump. Ocasionalmente habla de buscar puntos en común, pero no es así como gobierna. Él confía en el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, y en otros líderes republicanos, para avanzar en una agenda conservadora con pocos guiños al otro lado. Se siente más cómodo criticando a la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, que negociando con ella.
Y este es un año de elecciones presidenciales, cuando las divisiones siempre son más difíciles de superar. Su campaña de reelección se centró en agudizar las diferencias con los demócratas, no en ampliar su coalición.
“Los demócratas defienden el crimen, la corrupción y el caos”, declaró Trump en un estridente acto en Nueva Jersey la semana pasada. “Los republicanos defienden la ley, el orden y la justicia”. No hay mucho espacio para la idea bipartidista allí.
Su discurso sobre el Estado de la Unión puede incluir un llamamiento ritual a la unidad nacional, tal como lo hizo el año pasado y el anterior. Pero sus acciones cotidianas y su retórica socavaron cualquier sentimiento borroso que pueda leer de su texto. Y el resto de la alocución, si se apega a su patrón anterior, será una descripción autocomplaciente del mundo según Trump.
Declarará que la economía de Estados Unidos está disfrutando de “un auge como el mundo nunca ha visto”, una afirmación en parte cierta y en parte no. La expansión actual, que comenzó durante el mandato de Obama, es la más larga registrada, pero el crecimiento es de sólo un 2% anual, muy por debajo de un máximo histórico.
También reclamará grandes victorias con la firma de un pacto comercial con Canadá y México, y un acuerdo parcial con China, aunque los expertos en comercio señalan que ambos convenios son más modestos de lo que él asegura.
Más aún, exaltará sus hazañas de política exterior como le gustaría que las vean: su triunfo ante Estado Islámico (que no ha dejado de luchar), sus acciones para disuadir a Irán (que no parece disuadido), su diplomacia con Corea del Norte (que no ha avanzado), y su nuevo plan de paz israelí-palestino (que no producirá paz en el corto plazo).
Reclamará progresos en otros frentes, incluidos los precios de los medicamentos recetados, que según él están bajando, aunque no es así. Incluso puede decir, como lo hizo en Nueva Jersey, que México está pagando por el muro fronterizo, incluso cuando esto no ocurre.
En resumen, será sobre todo un discurso de campaña de Trump, disfrazado con un lenguaje un tanto más digno que el de sus diatribas en actos políticos.
Para ser justos, otros presidentes han utilizado sus discursos anuales ante el Congreso como ayuda para postularse para la reelección.
Pero ninguno de ellos se postulaba después de un juicio político. El discurso del martes le da a Trump una excelente oportunidad para mostrar lo que ha aprendido de su proceso de destitución, si es que aprendió algo.
Es poco probable que el mandatario se declare escarmentado. Pero, ¿dará una vuelta olímpica pública? ¿Se declarará envalentonado y con nueva fuerza para estirar sus poderes presidenciales? ¿Rechazará a los senadores republicanos que se atrevieron a considerar inapropiadas sus acciones en Ucrania, a pesar de votar para no destituirlo de su cargo?
Un presidente convencional podría decir: “Siempre pensé que mi juicio político no tenía justificación, y me complace que el Senado parezca estar de acuerdo. Ahora podemos volver al trabajo para el cual nos votó el pueblo estadounidense”.
Un presidente elegante incluso podría reconocer que algunas de sus acciones fueron incorrectas, y usar su absolución como la oportunidad para un nuevo comienzo. Pero Trump no es convencional ni elegante. La magnanimidad no se encuentra entre sus atributos, ni en la victoria ni en la derrota. Las lecciones que extrae y el tono que logra harán que valga la pena ver el discurso del Estado de la Unión de este año.
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