De adictos y adicciones: Ezequiel y su forma de vivir
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“Empecé como muchos”, dijo Ezequiel, con un gesto de indiferencia, “por curiosidad, por seguir la corriente, porque todos lo hacían”.
Llegamos a su departamento, después de una corta caminata; el edificio es limpio y estrecho, de dos plantas con un reducido patio al centro.
Ezequiel abrió la puerta y me invitó a pasar; vivía en un diminuto departamento, equipado con lo más elemental. Tomé asiento en una de las dos sillas que había disponibles, y me quedé observándolo: a sus 58 años de edad, Ezequiel lucía joven, es decir, sus movimientos seguían siendo ágiles, la expresión de sus ojos parecía un reto y ese humor negro que utilizaba para decir verdades que caían siempre como dardos en el blanco.
Sobre una cajonera vació sus bolsillos, sacó monedas, cigarrillos, un encendedor y un par de tarjetas, abrió un cajón y de su interior sacó una botella de vodka, tomó dos pequeños vasos y se sentó frente a mí.
“He guardado esta botella para una ocasión especial, espero que no me decepcione”, dijo Ezequiel, al tiempo que servía generosamente en mi vaso. “Este vodka me lo regaló una rusa que lo fabrica en su casa, no recuerdo su nombre, pero sí sus ojos”.
Ezequiel es un hombre de pocos amigos, aunque ninguno de ellos vive en la misma ciudad, lo que aumenta su soledad; se mantiene de sus conocimientos de filatelia, es un experto en estampillas postales, afición que adquirió “por aburrimiento”, mientras estuvo preso.
“Llegué a la cárcel el día que cumplí 24 años y salí a los 29; en la cárcel hice una carrera, bueno, debo decir más bien que hice dos carreras, una de delincuente y otra con la que vivo ahora”. Ezequiel habla con el rostro inexpresivo, su tono de voz parece decir, “La cárcel no fue lo peor”.
Cuando ingresó a la cárcel, su vida no era gran cosa, él mismo lo reconoce: “Cuando entré a la cárcel, encontré a dos del barrio y me reconocieron inmediatamente, ¿me puede creer que esa fue la primera vez que me sentí alguien? Ellos eran un par de fracasados igual que yo, pero me hacían sentir parte de algo”. Ezequiel le da un pequeño trago a su vaso y agrega con una risa: “La ignorancia es la madre de la felicidad”.
“Yo no le voy a contar historias de terror, la cárcel es dura, hay mucho tiempo para pensar, yo simplemente aproveché las oportunidades para salir de la rutina, la lectura fue mi escape, después la correspondencia, luego vinieron las estampillas postales, pero con todo eso llegaron también las drogas y los compromisos con los otros reos”.
Ezequiel me advirtió desde el principio que no tenía nada que contar, por lo tanto igual hablaba de una cosa y luego pasaba a otra. “Conocí a mi esposa por correspondencia, durante los últimos dos años de encierro sus cartas fueron lo único que me sostuvo, nunca quise que me fuera a ver, no quería conocerla personalmente estando yo en aquellas condiciones”, por unos segundos el rostro de Ezequiel se aflojó, clavó sus ojos en su pequeño vaso de vodka, después de unos segundos recuperó el aplomo, se bebió de un solo trago el resto del vaso, buscó un cigarrillo y me dijo en tono filosófico, “Nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve perdido, que gran verdad, todas las grandes verdades son así de simples, es uno quien las complica”.
Ezequiel parece ignorarme, de pronto se queda en su mundo y habla como si yo lo hubiera acompañado a lo largo de su vida, me nombra a las personas como si diera por hecho que yo las conozco, “A Margarita no le gustaba que yo saliera de noche, se quedaba despierta esperándome, un día llegué más drogado que de costumbre y me faltó la respiración, hasta ese momento yo había llevado una doble vida, mi esposa no se imaginaba que detrás de aquella fachada de comerciante de todo y de nada, había un adicto que distribuía droga para sostener su adicción y ganar unas cuantas monedas”.
Al salir de la cárcel, Ezequiel ya tenía una red de compradores de colecciones de estampillas postales, no eran colecciones valiosas, pero en aquellos tiempos, siempre había alguien queriendo iniciar una. Aunque salió sin nada, la vida parecía darle una segunda oportunidad, descubrió su habilidad para comprar y vender, se conectó con toda clase de gente, él jura que los primeros cinco años fueron los mejores, los pasó limpio y dedicado a su familia, pero diez años más tarde, lo mismo compraba un lote de muebles de una anciana recientemente fallecida, que vendía una onza de algo ilícito.
“Aquella noche le tuve que decir a mi mujer la verdad, no quería ir al hospital, pero ella se asustó tanto que llamó a la ambulancia y, unos minutos después, quedó al descubierto mi adicción”.
Aquel día marcó el principio del fin, el derrumbe del matrimonio consumió cinco años de sus vidas, entre promesa y peleas, reconciliaciones y mentiras, fugas de dinero y muchas lágrimas, el matrimonio terminó por disolverse; después llegaron otros cinco años de cárcel, por fraude, posesión de sustancias controladas, portación de arma de fuego, además de manejar bajo la influencia de alcohol y daños a la vía pública.
Ezequiel tocó el punto más bajo en su vida, cuando su hija de catorce años murió en un accidente totalmente alcoholizada, mientras él estaba en la cárcel, impotente y con un dolor que jamás había sentido.
Ezequiel ha tomado tres vasos de vodka y su plática se vuelve más irónica, pone su brazo derecho sobre la mesa mientras sostiene el cigarrillo con la mano izquierda, de pronto me pregunta con cierto desprecio, “¿Qué le va a decir a sus lectores? miren a este hombre, no hay que hacer lo que él hizo, o ¿buscará una moraleja?”, guarda silencio un segundo y de aquel rostro salta una sonrisa de complicidad al tiempo que dice: “No amiga, nadie experimenta en cabeza ajena”.
Ezequiel se quiere morir, pero según dice, Dios lo mantiene vivo, “para que sienta en la carne, el dolor de tener una vida y no vivirla”.
“Nunca hice lo que quería hacer, porque simplemente no sabía qué quería, suena estúpido, pero es la verdad, me fui con la corriente, jamás cuestioné nada, yo no decidía las cosas, la vida las decidía por mí, nunca me fijé una dirección, jamás me pregunté si quería ser esposo y cuántos hijos quería tener, el encuentro con mi esposa fue un accidente del destino, me dejé llevar por esa doble vida que llevan muchos hombres de familia, que viven la vida por inercia”.
Cuando vi que tomaba la botella de nuevo, pensé que se serviría su cuarto vaso de vodka, pero para mi sorpresa, la tapó y la volvió a guardar al tiempo que decía: “Mire lo que son las cosas, ahora que sé lo que quiero, ya es muy tarde” -hace un alto y retoma su última frase, y con tono sarcástico me dice: “Ya es muy tarde, usted debe tener cosas que hacer”.
Ezequiel se levantó dando por terminada nuestra charla, yo hice lo mismo, en dos pasos atravesamos el estudio y en la puerta me detuvo para decirme: “Dígale a sus lectores que no pierdan el tiempo tratando de ser lo que no son, porque si sobreviven como yo lo he hecho, llegarán a un callejón sin salida”.
Hace algunos años que hice esta entrevista, no sé si Ezequiel aún vive, espero que sí, pero más que nada, espero que se haya perdonado y encuentre paz en su corazón.
Escríbame, su testimonio puede ayudar a otros. Todos los nombres han sido cambiados.
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