Columna de Adictos y adicciones: Volver a casa
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A Timoteo le decían de cariño ‘Timo’, era el menor de la familia, el consentido de su madre y de una hermana mayor; ambas se partían el alma para darle a ‘Timo’ educación y una forma digna de ganarse la vida.
Timo era un muchacho simpático, que se tomaba la vida a la ligera y se dejaba llevar por cualquiera que le hablara bonito, a la edad de dieciséis años abandonó la escuela y se vino para el norte, deslumbrado por un tipo que le platicó lo “fácil” que se gana el dinero en las calles de Los Ángeles.
Timoteo se fue de su casa un 26 de diciembre, dejó una nota, no tuvo el valor de ver de frente a su madre y a su hermana, no sabía cómo decirles que se iba en busca de un sueño que jamás había imaginado.
Durante el viaje a la frontera cruzó por su mente una duda, en algún momento se preguntó: ¿por qué aquel hombre se tomaba tantas molestias con él?, pero la idea de regresar a su casa con ropa nueva y un fajo de dólares lo embriagaba, se deleitaba pensando en lo que dirían sus amigos al verlo llegar. “Yo iba con la idea de estar algunos meses y regresarme”, dijo Timoteo con una sonrisa burlona.
Despertó de sus sueños a los pocos días de haber llegado a la frontera, solo para sumirse en una pesadilla que duró veinte años. “Al llegar a la frontera me dijeron que para pagar mis gastos y mi cruzada, tenía que enganchar a por lo menos veinticinco en la central de autobuses de Tijuana, pero siempre salía debiéndoles algo y mi turno para cruzar nunca llegaba”, comenta Timoteo, recordando la desesperación de aquellos días.
Finalmente ‘Timo’ cruzó por el cerro, cargando un paquete que nunca supo que contenía, así llegó a Los Ángeles, sin embargo, las calles de Tijuana no lo habían preparado para lo que faltaba.
A los dos meses de haber cumplido sus 17 años y con más miedo que otra cosa, Timoteo se vio en las calles del centro de Los Ángeles vendiendo heroína al menudeo y, como animal asustado, luchando por sobrevivir se adaptó a la calle y se acostumbró al dinero fácil.
En seis años, Timoteo había mandado dos cartas a su casa y 300 dólares; su madre y su hermana lloraban a solas y le pedían a Dios que lo cuidara, que se los regresara, pero parecía que Dios no escuchaba, porque pasaban los días y los años sin tener noticias.
Timoteo se sentía en la cima del mundo, tenía más dinero del que jamás había soñado, conducía un buen auto y no le faltaban amiguitas, ¿trabajo?, ¿qué es eso?, decía con un cinismo que habría de recordar toda su vida.
Timoteo se mantenía de medio centenar de adictos que le consumían lealmente todos los días y a cualquier hora del día o de la noche. “Hasta entonces mi debilidad era el alcohol y las mujeres, me había tomado muy en serio un consejo que me dio el que me metió en todo eso, un día me dijo: ‘Solo se hace dinero con la heroína si no la tocas’, y yo rompí la regla, dice Timoteo, moviendo la cabeza como reprochándose a sí mismo no haber seguido el consejo.
Cuando Timoteo cumplió 27 años ya no manejaba un buen auto, ni se divertía con las mujeres, tomaba alcohol cada vez más corriente y su vida giraba en torno a comprar, vender y consumir heroína. Si tenía dinero, rentaba un cuarto de hotel, de lo contrario hacía de su viejo auto una morada.
Su cumpleaños número veintiocho lo pasó en prisión, lo detuvo la policía junto con su proveedor, le dieron tres años y cuatro meses de cárcel.
A los treinta y dos años de edad, Timoteo se vio libre, solo, sin dinero y con un deseo enorme de volver a drogarse. Como si la lección no hubiera sido suficiente, a los dos meses de dejar la cárcel estaba de nuevo enganchado, solo que esta vez no tenía dinero para comprar y vender, no le quedó más remedio que robar y pedir limosna para sostener su adicción.
“Durante esos años viví en el infierno, pasaba días comiendo cualquier cosa, dormía en la calle donde me encontrara la noche, todo se me iba en droga: la vida, el aliento y el dinero”.
Timoteo clavó la mirada en el piso, habló con una voz más ronca y de sus ojos se escurrieron dos gotitas de agua, que semejaban lágrimas de niño, irreales en aquel rostro duro y curtido por la calle, “A mí me recogieron medio muerto de frío, de hambre y con una malilla que no me permitía ni moverme, te juro que me sentí morir, clamé a Dios y le prometí que si me dejaba regresar a mi casa yo le sería fiel el resto de mis días”.
Timoteo tardo más de un año en volver a ser él mismo, al salir del centro de rehabilitación encontró una forma honesta de vivir, y por primera vez en su vida, tuvo un trabajo que lo dejaba muerto de cansancio y con una sonrisa en los labios, al saber que se había ganado el pan de cada día.
A las 9 de la noche del 31 de diciembre del año 2019, Timoteo llegó a su casa, con el corazón latiendo de emoción, lleno de remordimientos y culpas, veintitantos años más viejo, sin ropa nueva, ni el fajo de billetes que había soñado; su madre al verlo lo tomó en sus brazos y como si fuera su niño de antes, lo dejó llorar en su regazo, hasta que finalmente le dijo: “Llora hijo, llora que las lágrimas limpian el alma y la tuya ha vuelto a ser de niño”.
Gracias a Timoteo y su madre, quienes me confiaron esta experiencia y me permitieron publicarla. Dios los bendiga.
Escríbame, recuerde que su testimonio puede ayudar a otros. Todos los nombres han sido cambiados.
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