En esta ‘granja de cuerpos’ de Tennessee, los investigadores mexicanos aprenden a cavar tumbas
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KNOXVILLE, Tenn. — En una fría mañana de otoño aquí, en el oeste de Tennessee, Raúl Robles se agachó junto a una tumba abierta para examinar los huesos que su equipo acababa de desenterrar.
Estaba inusualmente relajado y movía la cabeza al ritmo de la música salsa que sonaba desde su teléfono celular mientras ayudaba a medir y mapear el ensamblaje de costillas y vértebras manchadas de polvo.
Robles, de 41 años, está acostumbrado a condiciones mucho más angustiosas. En el estado mexicano de Sinaloa, donde ha excavado al menos 500 fosas clandestinas durante sus 15 años como investigador de escenas de crimen, a veces trabaja bajo la vigilancia de un cártel de la droga. “Los vigías vienen en sus motocicletas sin placas, con las luces apagadas y te dicen: ‘Tienes dos horas más para terminar, o si no…’”, contó.
Cuando eso sucede, no tiene más remedio que recoger el contenido de la tumba en una lona, subirlo a su camioneta y terminar su tarea en el laboratorio.
Más de 93.000 personas en todo México están oficialmente clasificadas como desaparecidas, un total asombroso que apunta a una crisis no solo de violencia sino también forense.
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En los últimos años se ha reconocido cada vez más que muchos de los desaparecidos pueden estar bajo custodia del gobierno; sus cuerpos esparcidos entre las decenas de miles de cadáveres que han pasado por las morgues sin ser identificados y luego enterrados en fosas comunes. Las autoridades mexicanas se comprometieron a poner nombre a los restos humanos a su cuidado.
Es por eso que Robles y otros 23 investigadores mexicanos de escenas de crimen, arqueólogos forenses y trabajadores de la morgue pasaron cinco días, el mes pasado, en el Centro de Antropología Forense de la Universidad de Tennessee, un centro de investigación de fama mundial más conocido como ‘Body Farm’ (granja de cuerpos).
En la fotografía, Arturo Figueroa Bonastre, ataviado con una bata de hospital, sonríe ampliamente.
Durante más de cuatro décadas, los investigadores del lugar han prendido fuego a los cuerpos donados, sumergiéndolos en agua, rompiendo sus huesos, enrollándolos en alfombras y dejándolos en las cajuelas de los automóviles, todo eso para aprender más sobre cómo los cadáveres se descomponen en diferentes condiciones.
Por lo general, cuando reciben visitantes en la granja, una sección inclinada de tres acres de bosque sembrada con casi 100 cuerpos en varios estados de descomposición, los investigadores ofrecen palabras de precaución. Respiren profundamente, les dice la directora Dawnie Wolfe Steadman, y si sienten que se van a desmayar, hay que sentarse en el suelo.
Los visitantes mexicanos, que carecen de entrenamiento pero no de experiencia, no requirieron de tales advertencias.
En 1977, el antropólogo forense William Bass fue convocado a un cementerio en Franklin, Tennessee, donde la policía había descubierto lo que asumieron se trataba de una víctima reciente de un asesinato. Bass llegó a la misma conclusión y estimó que, según el estado del cuerpo, el hombre llevaba muerto menos de un año. En realidad, tenía ya más de un siglo.
El cuerpo resultó ser el de un soldado confederado derribado en la Batalla de Nashville, en 1864. Buscando algo de valor, los ladrones de tumbas habían sacado el cadáver de un ataúd de hierro fundido, que había evitado su descomposición.
Para Bass, fue un momento revelador. Se dio cuenta de que la ciencia entendía muy poco sobre cómo se descomponen los cuerpos.
Pronto, la Universidad de Tennessee, donde trabajaba, le otorgó un antiguo vertedero detrás de la escuela de medicina para experimentar con cadáveres donados. Después de que estallaron las protestas de la comunidad -”esto nos da asco”, decía el letrero de un manifestante- la universidad cercó el área con alambre de púas.
Durante años, Bass y sus investigadores operaron en una relativa oscuridad. Luego, en 1994, la escritora Patricia Cornwell publicó “The Body Farm”, un thriller inspirado libremente en la instalación, que le valió al sitio tanto fama como su nuevo apodo.
Hoy en día, más de 5.000 personas se registraron para donar sus cuerpos cuando mueran. Los investigadores de la granja sirven regularmente como testigos expertos en juicios por asesinato y realizan capacitaciones para el FBI.
Cuando el gobierno de Estados Unidos preguntó hace unos años si podía comenzar a enviar equipos mexicanos a la granja para que aprendieran más sobre excavación forense, los investigadores pronto comprendieron que tendrían que adaptar su curso regular.
En pocas palabras, los investigadores mexicanos trabajan en algunas de las condiciones más escalofriantes y desafiantes del mundo. “En una tumba puedes encontrar tres cabezas y cinco extremidades”, relató Sandra Macías Gutiérrez, una trabajadora de la morgue del estado de Colima, durante un almuerzo con pizza y refrescos en el receso de clase. “A los narcos les gusta desmembrar los cuerpos de los que han asesinado para dificultar las identificaciones”.
Muchas partes de su país no han estado en paz desde 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los cárteles de la droga y los asesinatos y las desapariciones aumentaron vertiginosamente. Los perpetradores -a veces narcos, a veces policías corruptos- comenzaron a ser pioneros en formas de homicidio cada vez más bárbaras.
Muchos mexicanos asocian estrechamente la guerra contra las drogas con Estados Unidos, no solo por el gran apetito estadounidense por las sustancias ilegales y la gran cantidad de armas de fuego que se vierten hacia el sur por la frontera, sino también porque el dramático aumento de la violencia coincidió con una polémica y costosa alianza de seguridad fronteriza denominada Iniciativa Mérida.
A instancias del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien sostiene que el enfoque bélico del narcotráfico convirtió a México en un “cementerio”, se está negociando un nuevo acuerdo bilateral.
Los funcionarios estadounidenses aseguran que se centrarán menos en fortalecer a las fuerzas armadas mexicanas y adoptarán un enfoque “holístico” de la seguridad pública: apuntar a los traficantes de armas, financiar tratamientos contra las adicciones y apoyar más programas de capacitación forense como el que trajo a los mexicanos a Tennessee.
Las presiones que en los últimos años tensaron la relación entre Estados Unidos y México a los niveles más altos, incluida la afirmación de López Obrador de que EE.UU fabricó un caso de drogas contra un exministro de defensa mexicano, eran inexistentes en la granja.
Los estudiantes y sus profesores, unidos en su amor por los huesos, se apiñaron alrededor de un conjunto de costillas cuyo dueño había sufrido un trastorno raro que había fusionado partes de ellas. También se compadecieron del exitoso programa de televisión “CSI: Crime Scene Investigation”, que según ellos generó expectativas inexactas en el común de la gente sobre la velocidad de las investigaciones forenses.
Los estudiantes pasaron los primeros dos días en clase, sentados cada mañana en un formal salón de baile en el Hilton del centro de Knoxville durante varias horas de conferencias.
Así, repasaron la ciencia de la descomposición y la entomología forense y aprendieron cómo estimar el momento de la muerte en función de los insectos presentes. Con la ayuda de intérpretes de español, escucharon atentamente mientras los instructores explicaban las mejores formas de recuperar evidencia cuando un cuerpo ha sido quemado.
Al tercer día, estaban listos para sumergirse en la tierra. Subieron a camionetas y cruzaron la ciudad hasta llegar a Body Farm.
![Two people sort bones on a blue tarp.](https://ca-times.brightspotcdn.com/dims4/default/a5b4b34/2147483647/strip/true/crop/4032x3024+0+0/resize/1200x900!/quality/75/?url=https%3A%2F%2Fcalifornia-times-brightspot.s3.amazonaws.com%2Fa7%2F45%2Fa61a32174dd3ad6adc4fdef696ff%2Fimg-0244.jpg)
Después de ponerse abultados trajes blancos especiales para materiales peligrosos y botines azules, caminaron por los jardines. Algunos de los cuerpos por los que pasaron estaban momificados, con una piel parecida al cuero pegada a sus costillas. Otros todavía lucían cubiertos de carne ennegrecida. La mayoría de sus manos y pies estaban recubiertos de una red de plástico rojo, protección ante los mapaches hambrientos que hurgan ahí por la noche.
El aire fresco y húmedo significaba que el olor a descomposición fuese mucho menos intenso de lo que hubiera sido durante los sofocantes meses de verano.
Los mexicanos se dividieron en cuatro equipos, cada uno de los cuales pasaría los próximos días excavando una fosa falsa.
Para un curso típico, los investigadores entierran un solo cuerpo intacto. Pero esta vez, para replicar situaciones comunes en México, prepararon fosas más complejas, desmontando varios esqueletos y enterrándolos junto con diversas piezas de evidencia.
En un sitio de entierro, justo al lado de una horca de madera que los investigadores a veces usan para simular colgaduras, varios estudiantes establecieron rápidamente una cuadrícula rectangular con estacas y cuerdas. Luego comenzaron a remover deliberadamente la tierra, finalmente revelaron un collar, luego una pistola y finalmente lo que parecía ser un fémur.
Varios se estiraron boca abajo mientras limpiaban la suciedad con los dedos y pequeños pinceles. Cada vez que exponían una nueva capa -la más profunda era de aproximadamente cuatro pies- se detenían para mapearla y fotografiarla.
![Researcher and student at the Body Farm](https://ca-times.brightspotcdn.com/dims4/default/01bd430/2147483647/strip/true/crop/4032x3024+0+0/resize/1200x900!/quality/75/?url=https%3A%2F%2Fcalifornia-times-brightspot.s3.amazonaws.com%2F1d%2Ff8%2F9141573b47f5a6af9b300bcdcff1%2Fimg-0215.jpg)
Queremos preservar la relación espacial de diferentes piezas de evidencia con el cuerpo”, comentó Joanne Devlin, directora asociada de la granja, quien explicó que preservar la línea de tiempo específica de cuándo algo fue enterrado es crucial para construir un caso más adelante.
Los mexicanos compartieron sus propios consejos. Isaac Aquino Toledo, de 43 años, usó pequeñas estacas de madera para mantener la evidencia en su lugar mientras trabajaba, un truco inusual que Devlin consideró genial. “A veces encuentro la huella de un zapato y luego descubro ese mismo zapato en la víctima”, relató Aquino, antropólogo forense del estado de Hidalgo. “Por lo general, es porque los asesinos hicieron que la víctima cavara su propia tumba”.
Más tarde, mientras excavaba, suspiró: “Ojalá hubiera una mejor manera de eliminar esta suciedad”. “Necesitamos un eliminador de polvo forense”, le respondió Devlin. “¡Inventa uno y te jubilas!”.
Además de enseñar las mejores prácticas, los investigadores demostraron algunos atajos. “Si no tienen tiempo o es peligroso, pueden usar este método”, explicó Mary Davis a un grupo de estudiantes, mostrándoles que en lugar de medir cada hueso en una tumba, podrían aproximarse dibujándolos en una cuadrícula.
En otra tumba, Carolina Montes, investigadora forense de la ciudad de Tepic, en el oeste de México, tamizaba la tierra con un colador y levantó un pequeño objeto blanquecino que parecía un guijarro.
“¿Es cartílago?”, le preguntó un amigo.
“Creo que es un diente”, respondió Montes, depositándolo en una bolsa de pruebas.
Montes, de 26 años, expuso que la mayoría de los programas de capacitación forense en México no enseñan mucho sobre excavación y que la gente aprende principalmente en el trabajo. También descubrió que excavar la tumba simulada en Body Farm era mucho más fácil que trabajar en su país. “La tumba no es muy profunda y la tierra es fácil de cavar”, comentó. “Estamos acostumbrados a tumbas que contienen a 10 personas”.
Cuando sus alumnos terminaron el trabajo, una docente, Lee Meadows Jantz, tomó los huesos que habían recuperado y los colocó sobre una lona azul. Serían limpiados, empaquetados y almacenados para estudios futuros junto con aproximadamente otros 1.600 esqueletos.
Luego le hizo una pregunta a su equipo: “¿Alguna vez han enterrado un cuerpo?”
Varias personas estallaron en carcajadas, hasta que se dieron cuenta de que hablaba en serio.
Es un ritual que se lleva a cabo al final de la mayoría de los cursos de formación de Body Farm. Meadows Jantz tenía un cadáver parcialmente descompuesto esperando, envuelto en una lona, listo para ser colocado en una tumba simulada.
Los mexicanos lo enterraron bajo una madreselva desnuda, junto con algunas pruebas. “¡Pon otro zapato!”, gritó uno.
En primavera, la madreselva florece con flores blancas. A fines del verano, se vuelve de un rojo intenso. Después de varias temporadas, el cuerpo se convertiría en huesos, pistas que otros estudiantes debían desenterrar.
Esa tarde, en una ceremonia de graduación en el hotel, el director agradeció a los estudiantes y les dijo: “Siento que hemos aprendido tanto de ustedes”.
A cada uno se le dio una pequeña bolsa llena de paletas, cepillos y otras herramientas del oficio, artículos que escasean en su país. A menudo, los investigadores forenses mexicanos tienen que comprar los suministros ellos mismos porque sus departamentos no cuentan con los fondos suficientes. A veces, las herramientas las compran grupos locales de familias que buscan a sus seres queridos.
Los ‘colectivos’ de padres, que alertan a las autoridades sobre la ubicación de posibles tumbas, a menudo vigilan durante las excavaciones, orando en voz alta para que se encuentre a sus hijos o hijas, incluso cuando temen tal resultado. No es raro que los investigadores trabajen con el sonido de las madres que lloran.
“Es muy doloroso”, relató Montes. “Pero hago este trabajo para poder ayudar a las personas a regresar a sus hogares”.
Y cómo lidiar con esas emociones no es algo que se enseñe en Body Farm.
Cecilia Sánchez, de la oficina de The Times en la Ciudad de México, contribuyó con este informe.
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.
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