Anuncio

Tapachula: La ‘Tercera República’, donde el Covid-19, la violencia y la pobreza laceran a los migrantes

Amanece y el aire de Tapachula se inunda de olores. Las fondas del centro de la ciudad, palpitando como favelas, vomitan bocanadas de aire. La mezcla de olor a pescado, aceite rancio y papas fritas se adueñan poco a poco de la mañana. Decenas de migrantes se apiñan a las entradas de las fondas. Su físico y color de tez denuncian su origen, son africanos y caribeños que buscan algo que llevarse a la boca.

El olor del arroz frito y la carne de puerco, pollo o res en sancocho es una invitación a los migrantes para reunirse como si se tratara de una cofradía. Al olor que flota en el aire se suman voces en diversos idiomas que hacen de la mañana una algarabía. Cualquiera de las fondas de Tapachula es una verdadera Torre de Babel donde no hay ayer ni mañana, solo el presente.

La estampa es sui géneris. En ninguna parte de México o Estados Unidos se registran estas imágenes. Ni Tijuana -con su arraigada tradición de ciudad santuario de los migrantes- o Los Ángeles, San Francisco, San José, Chicago y Nueva York -como refugios permanentes- se equiparan al aire cosmopolita que se palpa en Tapachula, donde los migrantes han trasformado el ambiente.

Anuncio

Y es que el mosaico de razas y culturas que se concentran aquí han hecho que Tapachula se alce como la tercera república: no es el norte, ni es el sur, y cada vez más se parece menos a México. Los miles de migrantes que llegan aquí con la esperanza de una vida mejor, están transformando el entorno. Sin querer hacerlo, poco a poco ya han convertido a esta zona en un símil de pobreza y violencia como las de sus regiones de las que salieron huyendo.

Centro de detención de inmigrantes del gobierno mexicano en Tapachula México
Miles de migrantes africanos se encuentran varados en el sur de México. Unos 250, entre ellos mujeres dentro de un centro de detención de inmigrantes del gobierno mexicano en Tapachula México.
(Liliana Nieto del Rio/Liliana Nieto del Rio)

Un seminiño me mira. Se ve extrañado de que un mexicano haga fila entre los comensales migrantes que se apretujan en espera de un turno para alcanzar una mesa y desayunar. Por lo general, a estas fondas solo acuden africanos y caribeños. Lo sigo viendo de reojo. Cada vez que lo sorprendo en su análisis visual dirige su mirada hacia otro lado. Sé que va a voltear a verme otra vez. Le sostengo la mirada hasta que nos sonreímos.

La sonrisa es un lenguaje universal en esta Torre de Babel. Corresponde con franqueza achicando los ojos y mostrando sus perfectos dientes blancos. Lo invito a acercarse. Es cauteloso. Voltea a todos lados como si tuviera miedo de algo. Con pasos tímidos supera la distancia de no más de siete metros que nos separa. Me saluda en árabe. Me disculpo en español por no poder hablar su idioma. Solo se sonríe. Me comienza a hablar en inglés. Otra vez me disculpo por mi pésimo inglés.

Le llama la atención mi sombrero. Alcanzo a entender en su inglés que le gusta y me pregunta cuánto me costó y dónde lo compré. Tardo en entender la frase. Apenas en mi mente estoy acomodando las palabras para responderle cuando con un español entrecortado me vuelve a preguntar por el origen de mi sombrero. Le agradezco el detalle y le explico que lo compré en Quetzaltenango, Guatemala, y que me costó 70 quetzales.

-¿Cuantos pesos son?

-Son como 200 pesos –le digo casi deletreando las palabras.

Solo se sonríe. Me pregunta si lo puede tocar. Me retiro el sombrero de la cabeza y se lo entrego. Es como un niño emocionado con un tesoro entre sus manos. Para mí solo es un sombrero de palma que me ayuda a mitigar el sol en mi calva cabeza.

-¿Te gusta?

Asiente. Con emoción mueve la cabeza sin dejar de ver la toquilla -con motivos indígenas- que rodea la copa. Sus dedos anchos y llenos de padrastros recorren la cintilla bordada, como si intentara leer en Braille. Su emoción es tanta que ni siquiera entendió la pregunta. Le vuelo a preguntar si le gusta mi sombrero. Esta vez me aseguro de que me entienda. Se lo pregunto en inglés.

-¿Te gusta mi sombrero?

-Sí, -responde en inglés, con la mirada clavada en el sombrero, mientras pasa la palma de su mano derecha por el ala- es muy bonito.

-Es tuyo, te lo regalo.

En espera de papeles. Cerca de tres mil migrantes esperan
En espera de papeles. Cerca de tres mil migrantes esperan en el puente internacional de Ciudad de Hidalgo que se les de una visa.
(AP)

Para entonces ha llegado mi turno para entrar a la fonda. Lo tomo de la mano y lo invito a que me acompañe a desayunar. De entrada no sabe qué hacer. Se nota turbado. Se resiste a la invitación. Se queda anclado al piso. Me sacude con su advertencia:

-Yo no hago sexo –dice al tiempo que me intenta regresar el sombrero.

-Yo no quiero sexo –le aclaro-; a mí me gustan las mujeres. Solo quiero platicar contigo. Soy periodista –le digo para su tranquilidad-. Solo quiero conocer tu historia, si no te incomoda.

Se le nota que se quitó un peso de encima. Suelta una carcajada. No sentamos a la mesa. Me cuenta que es común en Tapachula que hombres y mujeres de esta región busquen a los migrantes como objetos sexuales. Es una “moda” que han establecido los grupos del crimen organizado en esta parte de Chiapas, en donde de manera frecuente los migrantes son enganchados para explotarlos sexualmente.

Aquí, muchos de los migrantes africanos y caribeños son obligados a la prostitución por parte de las células criminales del cártel de Los Zetas, por cuyos servicios llegan a cobrar entre 2 mil y 5 mil pesos, pero ellos solo reciben en promedio 500 pesos por cada evento, convirtiendo el tráfico de personas con fines sexuales en una actividad muy lucrativa. Es una actividad que bien se conoce en las esferas de gobierno, en donde no se hace nada por frenar esta modalidad de explotación.

Rachid pregunta si puede pedir de desayunar lo que él quiera. Por supuesto, es mi invitado. Quiero conocer su historia. Pide un plato de pescado con arroz y papas fritas. Lo acompaña con tortillas de harina. Para tomar pide una Coca-Cola. Yo me conformó con un caldo de pollo y un vaso de agua de Jamaica.

Rachid tiene 28 años. Es originario de la ciudad de Uchda, una localidad de Marruecos en la frontera norte de Argelia. Llegó a Tapachula desde hace dos años. Su intención es viajar a Tijuana para solicitar asilo político en Estados Unidos. Eso no ha sido posible porque aún no reúne los 15.000 pesos que le cobra un grupo de “coyotes” que se han ofrecido a llevarlo.

Desde hace 13 meses Rachid trabaja en una fonda. Gana 500 pesos a la semana. Comenzó lavando los platos, pero ya hace labores de cocinero. Dice que ya sabe preparar muchos platillos mexicanos. Las enchiladas y las flautas de pollo es lo que mejor le queda. Con un español entrecortado dice que tiene esperanzas de que antes de diciembre pueda hacer el viaje a Tijuana.

Desde hace un año vive en un cuarto improvisado en la parte trasera de la fonda. Comparte el espacio con otros cinco africanos, dos nigerianos y tres tunecinos. No gasta en comida porque en la fonda se le permite hacer los tres alimentos del día. Solo gasta en enceres de higiene personal. Cuando se enferma, principalmente del estómago, en el dispensario médico que la iglesia católica mantiene en operación en Tapachula, es donde le regalan las medicinas y la consulta médica.

Tiene miedo de la delincuencia y de la policía local, él mismo no alcanza a ver la diferencia entre unos y otros. Dice que es “tiro por viaje” cada vez que sale a la calle y lo extorsionan. Siempre le quitan lo que trae en la bolsa. Por eso solo lleva 100 pesos para lo que necesita comprar. En las últimas dos semanas la policía lo detuvo cinco veces, las mismas que lo extorsionaron. Los delincuentes –dice- le han asaltado en por lo menos 12 veces desde que llegó a Tapachula.

Hoy Rachid no solo tiene miedo a seguir siendo víctima de la delincuencia. El Covid-19 también lo ha vuelto más precavido. Conoce de algunos casos de migrantes que se contagiaron “solo de andar por las calles”, por eso él mismo se ha autoimpuesto un asilamiento, aunque sabe que por su trabajo, donde la mayoría de los comensales son inmigrantes, también se encuentra en riesgo.

Aún así no usa cubrebocas. No lo considera necesario, aunque sí se lava las manos con el gel antibacterial que se despacha de un frasco colectivo. Ese bote de gel es la única medida de apoyo que la Secretaría de Salud local ha entregado a los comercios de Tapachula para frenar la ola de contagios, pero los contagios siguen. Rachid dice que uno de sus compañeros de cuarto tiene un familiar que se encuentra enfermo de Covid-19 y que está asilado en un albergue colectivo.

A pregunta expresa dice que no es distinta la condición de pobreza que se vive en Tapachula frente a la que vivía en Marruecos. Lo que sí es distinto –lo recalca- son las condiciones de salud. En su localidad natal, asegura, no hay tantos enfermos por Covid-19.

La comunicación escueta que mantiene con su familia en Uchda le deja saber que en esa localidad no hay un solo caso de coronavirus. Por eso ahora Rachid está considerando la posibilidad de entregarse a la autoridad migratoria mexicana (el Instituto Nacional de Migración) para ser deportado voluntariamente. Todo va a depender de cómo siga la ola de contagios en Tapachula.

La amenaza de la pandemia

A la pobreza y violencia que envuelve a los migrantes varados en la región del sur del estado de Chiapas ahora se suma otra amenaza, la pandemia del Covid-19. Al día de hoy, el coronavirus mantiene a miles de migrantes entre la zozobra y el miedo. No es para menos; solo en los últimos 15 días se estima que más de mil inmigrantes centroamericanos, caribeños y africanos se han contagiado de la enfermedad.

La cifra de contagios por Covid-19 entre los inmigrantes es extraoficial. Es la que solo reconocen algunos activistas de derechos humanos de este grupo social, como Luis García Villagrán, director del Centro de Dignificación Humana A.C., quien considera que estos casos no son conocidos por la Secretaría de Salud de Chiapas, por el solo hecho de que los inmigrantes no tienen acceso a los servicios públicos de salud, ni mucho menos a los costosos análisis para la detección del virus.

Los contagios por coronavirus entre los inmigrantes varados en Tapachula no aparecen en las cifras oficiales del gobierno, pues estos no acuden –por miedo a la deportación- a las clínicas ni hospitales del sistema nacional de salud, mucho menos pueden asistir a las clínicas y hospitales particulares a causa de su precariedad económica, pues el costo de un análisis clínico de detección del coronavirus SARS-CoV-2 oscila entre 1.500 a 2.000 pesos.

Por eso lo inmigrantes sufren en silencio esta pandemia. Se automedican “a la buena de Dios”. A lo mucho se resguardan en los asilos. Aquellos que solo presentan síntomas leves siguen en la cotidianidad tratando de sobrevivir a las condiciones de pobreza, siguen deambulando por las calles en busca de un empleo que les permita llevarse algo a la boca, sin considerar que son un foco de riesgo para el resto de la población.

Sin acceso a nada

¿Son los migrantes culpables de esta situación? No. Evidentemente no. “La culpable es la falta de capacidad de la autoridad, en cualquiera de sus tres órdenes de gobierno, que no son capaces de atender el reto social, tanto de salud como de seguridad alimentaria y física, que representa el fenómeno migratorio”, según lo reconoce Manuel Echevarría, coordinador de la Asociación Por los Migrantes A.C.

De acuerdo a este activista que representa a una de las más de 30 organizaciones civiles que en la zona de Tapachula trabajan con recursos propios por el rescate de los indocumentados, las condiciones de abandono en que se encuentran los migrantes son propiciadas por la falta de una política oficial que garantice al menos la seguridad alimentaria y de salud de los migrantes, una que los aleje del abandono social en el que se encuentran.

Pero no es así. El abandono es la única repuesta palpable de la autoridad mexicana frente al fenómeno migratorio. En Tapachula, el epicentro de la inmigración del sur, no hay, o al menos no se refleja en la realidad, una política pública de apoyo a los grupos de inmigrantes. No existe un esquema oficial que brinde a este sector un acceso seguro a los servicios de salud, educación o vivienda, mucho menos a fuentes seguras de empleo y alimentación.

Por eso, los miles de migrantes, los que logran escapar a la persecución de la policía migratoria para evitar la deportación, tienen que vivir en la clandestinidad, en el subempleo, en la invisibilidad social, expuestos siempre a condiciones de vida, sino iguales, al menos muy parecidas a las de pobreza y violencia que les hicieron salir de sus localidades de origen.

Sin cifras oficiales

No hay una cifra oficial sobre la cantidad de inmigrantes en suelo mexicano que al día de hoy estén enfermos o hayan muerto a causa del coronavirus SARS-CoV-2, pero el estudio “Propuesta de Rutas de Alternativas a la Detención para la Población Migrante y Solicitante de Asilo en México Durante la Pandemia del Covid 19”, elaborado por 40 organizaciones civiles de defensa de derechos de los migrantes, establece que por lo menos son más de 100 mil personas de este grupo poblacional en México las que se encuentran en riesgo.

De acuerdo a este estudio, “es urgente que estas personas migrantes cuenten con condiciones de estancia, acceso al agua y saneamiento y puedan acceder a los servicios de salud en caso de sospecha de contagio, para prevenir la emergencia que representaría la expansión de la enfermedad en estos grupos, pues se considera que en caso de presentarse un contagio –como ya están ocurriendo- la exposición al riesgo para los migrantes sería elevada.

También se establece que para las personas detenidas en estaciones migratorias, “el riesgo es mayor derivado de las condiciones de hacinamiento y la falta de protocolos para identificar casos de infección y condiciones para prevenir contagio”, por eso se considera que es una obligación del Estado mexicano “procurar el distanciamiento social (y llevar a cabo) monitoreo a grupos de mayor riesgo y (brindar) atención médica urgente”.

Pero ante esta recomendación el Estado mexicano no ha reaccionado. Los migrantes siguen siendo el grupo más invisible dentro de esta pandemia. La única respuesta del gobierno federal, sumada al abandono social de los migrantes, ha sido la deportación de personas indocumentadas, la que se ha intensificado aún en el pico máximo de contagios.

De acuerdo con Amnistía Internacional y Médicos Sin Fronteras, deportar a las personas migrantes no es una alternativa, toda vez que no se cuenta con protocolos efectivos para detener la propagación del Covid-19, por lo que estas dos organizaciones consideran que el Estado mexicano “debe poner fin a las deportaciones de individuos a otros países, incluidos aquellos con sistemas de salud frágiles, evitando la propagación del coronavirus”.

Pero frente a esto, en Tapachula, la realidad persiste. Pese al cierre de fronteras decretado por el gobierno de Guatemala desde el inicio de la pandemia, el paso de migrantes continúa. Miles de desplazados de Centroamérica, el Caribe y África, se siguen concentrando en albergues y plazas públicas de esta localidad. Las redadas de la Guardia Nacional, haciendo labores de policía migratoria, lo único que han hecho es empujar a los inmigrantes a la invisibilidad social.

Solo entre enero y junio de este año, según lo refieren las estadísticas oficiales del Instituto Nacional de Migración (INM) han sido más de 45 mil inmigrantes los que han ingresado a México por su frontera sur, de las que solo 183 personas han alcanzado el estatus de asilado político, el resto persiste en su intención de llegar a Estados Unidos, y otros -los menos- aspiran a quedarse a vivir en México.

Rachid no aspira a quedarse a vivir en México, su sueño –como el de muchos otros migrantes- es llegar a Estados Unidos. Está seguro que muy pronto va a reunir el dinero necesario para el viaje y entonces espera salir de Tapachula. Antes de retirarnos de la fonda pide dos gelatinas, para llevar, y una Coca-Cola. Me pregunta si le puedo regalar 200 pesos, a cambio de la plática.

Después, se pierde entre las calles del centro de Tapachula, donde el olor a pollo frito ya anuncia la llegada de la comida. Rachid solo es un fantasma con sombrero que se pierde entre el bullicio, cargando en sus espaldas el miedo al Covid-19 y al crimen organizado y su sueño de lograr pronto el asilo político en Estados Unidos.

Anuncio