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Viviendo en la miseria, los sobrevivientes de los deslaves de tierra en Guatemala tienen un dilema: Emigrar a Estados Unidos o morir

Guatemalan girl hauling wood on her back
Después de una fuerte lluvia, una niña transporta leña para cocinar en el asentamiento improvisado de Nuevo Quejá en Guatemala.
(Rodrigo Abd / Associated Press)

El día previo a su partida hacia Estados Unidos fue muy ajetreado para Víctor Cal. Pasó de pariente a pariente, recolectando dinero para comprar comida en su viaje hacia el norte.

Su madre estaba inconsolable. “Le rogué que no se fuera, que podíamos vivir aquí”, comentó una y otra vez, “pero la decisión ya estaba tomada”.

Él y sus padres compartieron un pequeño almuerzo, un par de chiles con semillas de ajonjolí, en silencio. La tristeza de su madre le pesaba; anunció que tenía que buscar un lugar para cargar su teléfono “para recibir llamadas y que el coyote me diga dónde y cuándo finalmente nos encontraremos”.

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Se puso en camino por una vía de tierra llena de baches, buscando un aventón a cualquier lugar con electricidad. Una motocicleta se detuvo y lo llevó al tomacorriente más cercano, a millas de distancia.

A los 26 años, Cal sintió que no tenía más remedio que irse. El pueblo improvisado donde vivía, nacido del desastre, solo ofrecía hambre y muerte. Parecía que Estados Unidos era la única salida.

Once hombres de su pueblo se fueron al norte en 2021. Las autoridades estadounidenses informan que han detenido a más de 150.000 guatemaltecos en la frontera este año, cuatro veces más que en 2020.

Muchos eran como Cal, hambrientos y empobrecidos. Había servido en el ejército, formándose como cabo. Indígena maya que habla pocomchí, no pudo encontrar trabajo en la Ciudad de Guatemala. Cuando golpeó la pandemia de COVID-19, se unió a miles de personas que huyeron de la capital para regresar a sus lugares de origen agrícolas en las montañas.

La tierra de su padre en Quejá, con su café, cardamomo, maíz y frijoles, sonaba como un lugar seguro. Al menos habrá comida, pensó.

Estaba equivocado.

En su peor pesadilla, no podía imaginar que las lluvias de un huracán pudieran derribar una montaña y destruirlo todo: casa, tierra, pueblo. Él y sus padres quedaron desamparados por el huracán Eta, desplazados y dependientes de la ayuda de organizaciones internacionales en un asentamiento desesperadamente miserable llamado Nuevo Quejá.

Cal perdió casi todo lo demás cuando un deslave de tierra enterró su hogar. Había llovido durante 25 días. La gente de Quejá había estado encerrada en sus casas por 10 días; los caminos de acceso habían sido cortados por las inundaciones.

Sin electricidad, todos los teléfonos estaban muertos. Nadie les mencionó a los aldeanos que la lluvia que había caído durante las 24 horas anteriores fue cinco veces mayor que la cantidad mensual promedio; tampoco que estaban en peligro y que debían irse.

Era la hora del almuerzo el pasado 5 de noviembre cuando cayeron los primeros árboles y la ladera comenzó a deslavarse. La gente del pueblo dejó su comida en el fuego y huyó.

“Aquellos de nosotros que tuvimos tiempo de huir solo pudimos cargar a nuestros hijos en nuestras espaldas”, menciona una de las sobrevivientes, Esma Cal, de 28 años, una mujer enérgica que asumirá el papel de líder comunitaria en el período subsiguiente. (Muchas de las personas de Quejá comparten el mismo apellido, Cal, aunque no siempre está claro cómo podrían estar emparentados).

Cincuenta y ocho personas desaparecieron en segundos. La mayoría de los cuerpos nunca se recuperarán. Cuarenta casas fueron enterradas bajo toneladas de barro y decenas de otras quedaron inaccesibles.

Cruzando torrentes de agua con cuerdas, los sobrevivientes caminaron hasta el pueblo más cercano. Los residentes compartieron con ellos los alimentos que les quedaban y los colocaron en las escuelas y en el mercado. Debido al aislamiento, no pudieron llegar camiones con suministros. Cuando finalmente llegaron los helicópteros, “algunos de nosotros habíamos estado sin comida durante casi dos días”, explicó Esma Cal.

En enero, ella, Erwin Cal, su amigo de la infancia, Gregorio Ti, y otros organizaron un consejo de desarrollo local. Para febrero, habían fundado un asentamiento temporal en un tercio de sus tierras agrícolas, cerca de sus hogares enterrados. Quizá no estaba a salvo de otro deslave de tierra, pero era accesible.

Así nació Nuevo Quejá, hogar de unos 1.000 sobrevivientes.

“Sabemos trabajar”, aseguró Ti, de 36 años. Perdió a su esposa embarazada, a sus hijos de 2 y 6 años y a su madre en el deslave de tierra; sus hijas sobrevivientes, de 11 y 14 años, se aferran a su costado.

El trabajo es constante y agotador. No hay animales para compartir la carga: durante todo el día, hombres, mujeres y niños cortan leña para después transportarla, y también limpian la tierra con sus machetes.

Las chozas están construidas con láminas de zinc donadas por un sacerdote y tablones de madera hechos con pinos que talaron los aldeanos. Los agujeros en los techos permiten que el agua de lluvia se filtre al interior; los huecos que hay entre los tablones de las paredes están remendados con trapos, incluidas las banderas de Estados Unidos que aparecen entre las donaciones de ropa de segunda mano.

El gobierno de Guatemala nunca ha sido de mucha ayuda para estas personas. Después del deslave de tierra, declaró inhabitable el nuevo asentamiento.

“Aparte de declarar el lugar inhabitable”, comentó Esma Cal, “el gobierno de Guatemala ha estado ausente. Punto”.

La gente del pueblo ha recibido ayuda de organizaciones no gubernamentales que obtuvieron fondos de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. UNICEF donó una nueva escuela a la comunidad, pero ha estado cerrada durante cinco meses porque nadie pudo encontrar la llave para abrirla. Resulta que UNICEF le dio la llave a un maestro que luego renunció y se fue con ella. Se le dio una segunda copia a un miembro de la comunidad que negó tenerla.

Entonces, como no tienen manera de entrar, las clases se llevan a cabo en la choza de al lado, en sillas donadas por la Unión Europea. Pero como cualquier otra, tiene goteras y el piso normalmente está inundado y enlodado.

La escuela atiende a 250 niños. De los 12 profesores que trabajaban allí antes de las tormentas, cuatro permanecen para enseñar a pesar de la falta de un permiso del Ministerio de Educación. Sus materiales están en español, pero los estudiantes solo hablan pomachi, indicó un profesor que conversó bajo condición de anonimato, por temor a las consecuencias.

“Ninguno de ellos irá a la preparatoria. Ya perdieron años. El fracaso escolar es total”, señaló el profesor.

Antes del huracán, los niños estaban más sanos. “Hoy en día, es raro que un niño tenga el peso y la estatura correctos”, puntualizó César Chiquin, de 39 años, jefe de enfermería a cargo del área. “Prácticamente todos están en riesgo. Sus familias no están en un lugar adecuado para cosechar. Han perdido la sostenibilidad”.

Esta es la situación central de la gente de Nuevo Quejá. Por más que luchen, no pueden conseguir suficiente comida para mantenerse. Parte del problema es la sincronización. Habiendo perdido las cosechas del año pasado por los huracanes, “llegamos a Nuevo Quejá demasiado tarde para sembrar adecuadamente”, explica Esma Cal.

También tienen solo un tercio de la tierra que poseían antes de las tormentas. Y gran parte del suelo se ha degradado: las lluvias torrenciales arrastran la capa superior de la tierra, negra y fértil, y dejan arcilla anaranjada.

“Nuestra comunidad está colapsando y necesitamos una solución permanente. Este lugar no es apto para vivir y por el momento no tenemos salida”, señaló Cal. “Nuestro verdadero problema es que no contamos con tierra y somos dependientes. Nosotros, como comunidad agrícola, necesitamos tierras”.

Mientras tanto, la gente está muriendo en la miseria del asentamiento. En julio, Flor Maribel Cal, de 17 años, yacía en la cama con un tumor en la pierna derecha del tamaño de un balón de fútbol. Tenía un dolor intenso, vómitos, desnutrición. Murió el 22 de julio.

La muerte es una de las dos únicas formas de salir de Nuevo Quejá. La otra es la emigración a Estados Unidos.

Víctor Cal se puso en contacto con un primo lejano que lleva años en Miami. Aceptó adelantar los $13.000 para comprar el paquete de un coyote que ofrece dos intentos para ingresar a Estados Unidos.

Optimista, Cal estaba convencido de que podrá ganar lo suficiente para pagarle a su primo.

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