Se colaba en las fiestas de los Oscar y ocupó el asiento de Paul McCartney, pero se cansó de todo
Un antiguo intruso cuenta cómo se colaba en las fiestas de los Oscar y la noche en que se sentó en la silla de Paul McCartney.
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El Cadillac granate de 1997 ruge hasta el Beverly Hills Hotel, con una calcomanía de Grateful Dead pegada en la ventana trasera y una larga grieta que desfigura el parabrisas como una desagradable cicatriz.
Adrián Maher, que le entrega las llaves al valet, lleva pantalones de pana y una chaqueta de traje azul que parece arrancada directamente de un estante de segunda mano, mientras pasa en medio de elegantes autos deportivos y palmeras arqueadas. Su aspecto recuerda vagamente el de Hunter S. Thompson, un sujeto atípico de 60 años de edad, con la línea de crecimiento capilar en retroceso y un claro aroma a osadía.
Es evidente que el hombre no pertenece a ese lugar. Aún así, intenta recrear una escena de una de sus aventuras más escandalosas y trata de frustrar el formidable aparato de seguridad del hotel una vez más.
Con los ojos desorbitados de un ladrón, se mueve hacia el vestíbulo. Con sus 6 pies 4 pulgadas de altura y sus 230 libras de peso, Maher tiene una marcha cómica, mezcla de Bill Murray, Kramer -de “Seinfeld”- y Borat. Pasa una cuerda de terciopelo y baja por una escalera circular, escoltado por periodistas.
“Por aquí”, dice.
Momentos después, el jefe de seguridad del hotel, Len Hollandsworth, está frente a él, diciéndole que un trabajador lo alertó sobre algunos personajes sospechosos en el vestíbulo.
“Enterado”, dice Hollandsworth en su walkie-talkie. “Estoy con ellos ahora. Código 4”.
¡Atrapado!
No mucho tiempo atrás, a Maher le resultaba relativamente fácil colarse en lugares como este. Durante 20 años, encarnó una raza particular de animal de Los Ángeles, una criatura nocturna que acechaba los límites de los eventos de celebridades más exclusivos, y que generalmente se abría paso en sitios con una seguridad acorde al Kremlin.
Él corría con una manada de intrusos neuróticos que se infiltraban en las veladas de élite de Hollywood y en las fiestas posteriores a los Golden Globes, los Grammy e incluso los Oscar. Eran extraños y solitarios con un apetito voraz por los subterfugios, y se alimentaban de la adrenalina necesaria para pasar al lado de los fornidos guardias de seguridad en pos de mezclarse con actores y directores mimados, llenarse la boca con alcohol gratis y arrasar el buffet como hienas hambrientas bajo elaborados disfraces.
Antes la temporada de premios hacía salivar a Maher, le hacía ruido en el estómago. Había eventos suntuosos para frecuentar, como la fiesta anual de Elton John para los Oscar, en la que se infiltraba casi todos los años.
Pero ya no.
Se retiró del circuito VIP en 2018, después de considerar una nueva realidad de Hollywood: la cuestión del terrorismo desencadenó una seguridad cada vez más fervorosa, a veces ayudada por avances como la tecnología de reconocimiento facial, y ello redundó en tiempos difíciles para las personas a quienes Maher llama ‘rufianes de las líneas de cuerda’. “He envejecido con esto”, dice. “Solía ser un gran juego. Pero el juego ha terminado”.
¿Un buen ejemplo de ello? Su rápida detección en el Beverly Hills Hotel, donde él esperaba poder demostrar su técnica de infiltración.
Maher publicó recientemente unas memorias reveladoras llamadas “Uninvited: Confessions of a Hollywood Party Crasher” (Sin invitación: Confesiones de un infiltrado en las fiestas de Hollywood). En ellas, sondea una extraña subcultura de tomadores de riesgos que parecen proceder de un elenco de dibujos animados de los sábados por la mañana. Al igual que el pelirrojo italiano conocido por su “minería a cielo abierto” de las mesas de buffet, y Clement von Franckenstein (sí, ese es su nombre real), a quien Maher describió como un excéntrico que, “con aires de aristócrata en tiempos difíciles, asistía a la apertura de un sobre”.
El libro ha puesto a Maher en desacuerdo con la cultura de los infiltrados; sus excamaradas se quejaron de que les ha estropeado la fiesta.
En las páginas, él describe cómo junto con sus compinches buscaban en los hoteles ciertos puntos de ingreso: puertas de limpieza, senderos de jardines, garajes subterráneos, elevadores de carga. Los intrusos han escalado las vallas, ingresado en cocinas y vestido uniformes para mezclarse con el personal.
Maher se ha hecho pasar por bandas de roadies y repartidores de FedEx; al menos para acceder. Muchas noches, se quitaba el uniforme y revelaba un traje o esmoquin de Armani o Hugo Boss que llevaba debajo.
Dentro de su auto de huída, guardaba accesorios para ingresar a fiestas: corbatas inglesas, insignias, sellos de tinta para luz ultravioleta y miles de cintas para eventos. Si veía a los invitados pasar la seguridad mientras usaban, digamos, un cordón azul claro, buscaba en su colección para encontrar uno de tono aproximado.
Una de las artimañas favoritas consistía en pasar un puesto de control con una copa de champán, dirigirse a los guardias y preguntar: “Oh, se supone que no debo beber esto aquí afuera, ¿verdad?”.
“No, debe ingresar”, era la respuesta típica. El intruso estaba feliz de cumplir con la orden.
Los infiltrados con esmoquin han pasado los controles de seguridad en sillas de ruedas. Maher insiste en que uno trepó a un árbol y cayó sobre una colina de hiedra, se desplazó girando hacia abajo y aterrizó entre dos guardias que, de alguna manera, no lo notaron. Luego, a la Chaplin, se levantó, se sacudió el polvo y se metió en la fiesta.
Maher observó una vez que un colado usaba una técnica que él llama “el cangrejo”, en la cual la persona se encorva y camina hacia atrás pasando un punto de control, gritando en su teléfono celular en una conversación privada, con suerte difícil de interrumpir.
Una vez Maher pasó la seguridad del brazo de su novia, quien todos asumieron que era la actriz Tahnee Welch. Incluso fueron anunciados en la alfombra roja.
Pero no siempre tuvo éxito: nunca pudo burlar la fiesta de los Oscar de Vanity Fair. Y aunque fue expulsado de varios eventos, jamás fue arrestado. Sobrevivió obedeciendo reglas como nunca llevar su propia identificación ni hacer contacto visual con la seguridad una vez dentro de la fiesta. Aparte, una vez que has sido echado, no se puede volver a ingresar; eso es una violación de propiedad. “Y jamás”, agrega Maher, ahora con una sonrisa, “escribir un libro”.
Una aventura de 2007 involucró ingresar a la fiesta “Night Before the Oscars” (la Noche Previa a los Oscar) del Motion Picture and Television Fund, en el Beverly Hills Hotel. Él y Avi Fisher, un antiguo agente de inteligencia israelí, se colaron en un elevador de carga, del cual emergieron “un sinfín de veces”, hasta que encontraron el momento preciso. Salieron dentro de un vasto salón de baile, donde recogieron bandejas de comida y se dirigieron hacia la fiesta en la piscina. Más tarde abandonaron las bandejas y tuvieron que pasar un último guardia para llegar al evento. “Sígueme”, le susurró Fisher. Cuando la dupla se acercó al guardia, Fisher refunfuñó: “¡Hombre, lo arruinaste con ‘Castle Rock’!”.
“¡Ustedes fueron los que borraron accidentalmente el maldito guión en su computadora!”, Maher disparó de nuevo en el momento justo, cuando pasaban por el punto de control.
Pero esta vez en el Beverly Hills Hotel no funcionó.
En una entrevista, Hollandsworth, un veterano jefe de seguridad, dijo que los intrusos como Maher son plagas irritantes que el personal está capacitado para detectar, especialmente durante los eventos muy exclusivos. “Nuestros empleados vigilan a todos, porque siempre existe esa amenaza”, reconoció “Es un poco triste, realmente, que la gente recurra a eso”.
Maher creció en Pacific Palisades, supervisado por un padre británico estoico, cuya fría demanda de modales en la mesa sólo profundizó la rebeldía de su hijo.
Luego obtuvo una licenciatura en literatura inglesa en UC Berkeley y una licenciatura en periodismo en Columbia. En las fiestas, Maher solía recitar largos pasajes de Shakespeare de memoria, con acento de Winston Churchill, afinando la capacidad de improvisación que emplearía después como infiltrado en eventos.
En la década de 1990, Maher trabajó como reportero de Los Angeles Times y, mientras cubría los eventos de Hollywood, notó la presencia de los mismos hombres de mediana edad, siempre rondando con hambre alrededor de la mesa del buffet. Se dio cuenta de que eran colados, y se imaginó escribiendo artículo sobre ellos.
Pero surgieron problemas. Maher fue despedido de su trabajo, su madre murió y su novia lo dejó, todo lo cual lo arrojó en una depresión en espiral. Su salida fue unirse a la tripulación de infiltrados que alguna vez miraba desde lejos.
Maher, quien eventualmente comenzó a trabajar en documentales, veía los eventos como oportunidades para establecer contactos, además de disfrutar de la bebida gratis, la comida y la intriga. Una vez que pasaba las cuerdas de terciopelo, notaba que la gente realmente bajaba la guardia.
Muchos de sus colegas intrusos ansiaban recibir bolsas de regalos y degustaciones, los encuentros con celebridades y una embriagadora sensación de formar parte. Otros eran vagabundos itinerantes y cleptómanos, y algunos otros se enorgullecían de buscar emociones fuertes, “de vivir en la zona audaz”.
Fisher dice que Maher se convirtió en un maestro del oficio.
“Para Adrián, la idea de la vergüenza simplemente no existía”, comentó desde Nueva York, donde ahora vive. “Era rápido con sus pies y usaba una inocencia infantil para lograr hazañas no aptas para gente con problemas cardíacos”.
En un evento, Maher pensó que había visto a un compañero documentalista, a quien tomó por la espalda y sacudió con vigor, antes de darse cuenta de que estaba maltratando a Clint Eastwood. En 2012, se sentó por error en un asiento reservado para Paul McCartney, antes de ser expulsado de allí por Yoko Ono.
Eventualmente, Maher se cansó de la confabulación, temiendo haberse convertido en “un hombre solitario de mediana edad con ojos saltones, una capa de sudor en la barbilla y de andar cansino”, como escribió en el libro. Una vez dentro, también descubrió que la mayoría de las fiestas de alto nivel eran increíblemente aburridas.
Después de su reciente encuentro en el hotel, Maher llega a la puerta trasera del Centro de Convenciones de Los Ángeles, que esa noche rendiría a la banda Aerosmith el mismo tributo anual de MusiCares donde tropezó con la silla de McCartney.
Pasando los contenedores de basura, tira de una puerta lateral. Cerrada. Luego, sorprendentemente, un guardia de seguridad del otro lado abre la puerta y, de forma aún más increíble, lleva a Maher al interior. No está seguro de por qué, pero está dentro.
Maher mira a su alrededor. “El mareo y la ansiedad vuelven a mí”, asegura. “Me alegra estar fuera del juego”.
Momentos después, está rodeado por un equipo de seguridad y hay radios bramando. ¿Dónde está su identificación? ¿No sabe que este espacio es privado?
Dos veces en un día, Maher ha sido expulsado. Momentos después, mientras se sienta al volante de su automóvil, descubre que el techo ha sido repentinamente bombardeado con excrementos de pájaros.
Suspira. Luego, el viejo Cadillac con la calcomanía de Grateful Dead desaparece en el tráfico de la tarde.
Este domingo, verá los Oscar desde casa. Y no acudirá a las fiestas.
Glionna es un corresponsal especial.
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí
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