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‘No tengo miedo’: una mujer de Florida persevera después de perder a su bebé, sus piernas y brazos durante un embarazo

Cuando Kayleigh Ferguson-Walker volvió a la iglesia por primera vez desde que perdió sus brazos y piernas, llevaba un vestido amarillo brillante. Estaba sentada en una silla de ruedas que su esposo, Ramón, empujó hasta el frente del santuario.

Sus piernas, ahora sin pantorrillas, lucían cubiertas por una manta.

El muñón de su brazo derecho, cortado por encima del codo, estaba envuelto en una venda blanca.

Su brazo izquierdo terminaba justo debajo del codo...

El pastor bajó un micrófono y Ferguson-Walker, de 31 años, se dirigió a la congregación de Praise Tabernacle International, en Plantation, con una voz suave y ligeramente vacilante.

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“Hoy estoy asombrada de estar aquí, de poder hablar, ver, alabar a Dios”, afirmó.

“Estuve en coma por dos semanas. Pero cuando me desperté, me desperté. Y Dios, él tenía un plan diferente para mí. Miré a mi alrededor y me dije a mí misma: puedo estar deprimida por esto, o simplemente puedo atravesarlo.

En la cama del hospital hablaba con Dios. A veces incluso lo cuestioné en las primeras etapas. Le pregunté ¿por qué? ¿Por qué yo? Pero sabía que había un gran futuro por delante”.

“Me mantuve optimista por mi hija”, continuó, mirando a su pequeña, Aaliyah, en la primera fila.

“Ella quiere levantarme, alimentarme; sabe de mi situación. Los amo a todos”, afirmó Ferguson-Walker a los 150 feligreses presentes, muchos de ellos con lágrimas en los ojos. “Me alegro de estar de vuelta en la casa del Señor. Pronto caminaré hasta aquí”.

Una cadena de eventos asombrosamente rápida llevó a esta madre trabajadora, sana y joven, a sufrir una rara amputación cuádruple.

Un sábado por la tarde, en marzo, estaba embarazada de seis meses con su segundo hijo cuando, de repente, sintió que su mundo comenzaba a desmoronarse.

Lo que al principio parecía una gripe muy fuerte velozmente se convirtió en escalofríos, vómitos y taquicardia.

Ramón metió a su esposa y a su hija en el automóvil de la familia y condujo a Broward Health Coral Springs, a unas dos millas y media de su apartamento.

En la sala de emergencias, los doctores intentaron a toda marcha salvarle su vida.

Su respiración era trabajosa, su visión borrosa y su presión sanguínea bajaba. Con una falla en los riñones, no podían obtener una muestra de orina.

“Esa fue la primera de tantas noches que pensé que ella no lo lograría”, afirmó su ginecóloga obstetra, la doctora Linda Green, quien corrió al hospital después de ser llamada a su casa.

Cuando no se pudo detectar el latido del corazón del bebé, a Ferguson-Walker se el administró la medicina Pitocin para inducir contracciones. El niño nació muerto; el hijo que la pareja ya había nombrado ya no estaba. Las pérdidas no terminaron allí.

En los minutos que siguieron, fue evidente para el personal médico que la infección que se había cobrado la vida del bebé también había afectado a la madre.

Cuando se instaló el shock séptico, el mecanismo de coagulación de la sangre comenzó a trabajar por demás, extrayendo sangre de las extremidades para proteger los órganos vitales, como el corazón, los riñones y el hígado.

A Ferguson-Walker se le administraron antibióticos, se le dio un sedante y se la puso en estado de coma. Allí permaneció en cuidados intensivos durante dos semanas, mientras sus familiares y amigos se acurrucaban sobre ella, rezando en voz alta y observando, impotentes, cómo la gangrena se asentaba y los brazos y las piernas de la joven se marchitaban y morían.

Probablemente había contraído la sepsis por una complicación en su embarazo, una extraña condición conocida como cuello uterino incompetente, que genera que la presión del bebé en crecimiento abra el tejido cervical prematuramente, según Green.

Mientras la ginecóloga y otros médicos trabajaban para mantener la presión sanguínea estable de Ferguson-Walker, sus familiares y amigos masajeaban sus extremidades. Acariciaban su frente, se inclinaban sobre la cama del hospital y suplicaban. “Dios, salva estas extremidades”, oraban.

Entre los que pasaron horas en la cabecera de la cama de Ferguson-Walker estaba su tía, Maxine Cunningham, quien trabaja como enfermera en el hospital. “Al principio esperábamos que sólo perdiera una mano, tal vez hasta la muñeca”, relató.

Pero las extremidades continuaron hinchadas, y se volvían más descoloridas.

“Rezábamos para que las cosas cambiaran”, afirmó Cunningham. “Pero la realidad nos superó”.

Cuando Kayleigh recuperó la conciencia, vio lo que había sucedido. “Mis manos y mis pies estaban completamente negros, muertos”, narró. “Pero no estaba alarmada. Sólo los miré; estos eran mis manos, mis pies, y no podía moverlos en absoluto. No fue una buena señal”.

El Dr. James Fletcher, un cirujano plástico, explicó a la familia que amputaría sólo cada extremidad según fuera necesario, hasta donde el tejido todavía era viable. En la víspera de la primera cirugía, describió a Ferguson-Walker como “pacífica, muy complaciente”.

La paciente le dijo: ‘Haga lo que tenga que hacer’”.

El pasado 2 de septiembre, Kayleigh y Ramón regresaron al lugar donde se casaron, Praise Tabernacle International, para una ceremonia que se anunciaba como una bienvenida a casa.

“Ha sido duro, tuvimos un poco de miedo”, le dijo Ramón, diácono de la iglesia, a la congregación. “Pero hoy es una oportunidad para celebrarla”.

Después de que Ferguson-Walker habló y los aplausos se calmaron, el pastor Dywane Dawkins, quien casó a la pareja, tomó el micrófono.

“Las manos en las que [Ramón] puso el anillo en el altar, esas manos ya no están”, afirmó Dawkins. “Hay conmoción y tristeza. ¿Por qué permitió Dios que esto sucediera?”. Dawkins hizo una pausa y luego continuó. “Cuando no lo entendemos, decimos: ‘Sí’. Somos creyentes”.

Mientras espera que sus extremidades se curen lo suficiente como para poder usar prótesis en sus brazos y piernas, Ferguson-Walker asiste a reuniones de grupos de apoyo y ejercita regularmente bajo la supervisión de fisioterapeutas.

Aprendió a alimentarse con una cuchara o un tenedor atado al muñón de su brazo izquierdo. Al usar un borde de ese muñón, puede responder y marcar su teléfono celular. Se comunica en línea manipulando un lápiz óptico que sostiene en su boca.

Ferguson-Walker tiene una niña de tres años, que lucha por comprender lo que le ha sucedido a su madre, que ya no puede abrazarla como antes.

“Lo que extraño con Aaliyah es trenzar su cabello, llevarla a dar un paseo, hacer una comida, darle un baño, ponerle su ropa”, dijo. “Dar un paseo en bicicleta, nadar con ella”.

Cuando los ojos de su hija -o los suyos- se llenan de lágrimas Ferguson-Walker no puede limpiarlos fácilmente.

“Tienen que comprender que a veces no sea ‘feliz Kayleigh’ el 100% del tiempo”, expresó. “Tengo mis momentos. Todos tenemos esos momentos. Pero no tengo miedo. Voy a encontrar un camino. Puede tomarme más tiempo que a otros, pero encontraré la manera. Mantengo el miedo fuera de mi mente”, aseguró.

Ramón, quien ha vuelto a trabajar como analista de hipotecas para una firma de Boca Raton, comentó: “Ella va a caminar, cocinar, hacer cosas por sí misma. Estoy seguro de que va a suceder. A medida que pasen los años, obtendrá la ayuda que necesita. Puede parecer devastador, lo peor que le puede pasar a alguien. Pero es la vida”.

La propia Ferguson-Walker imagina volver a casa como siempre, después de un día de trabajo en Walgreen’s, y que Aaliyah esté allí para saludarla como antes.

“Cada vez que llegaba a casa, bailaba con ella. Entonces le digo: ‘Cuando tenga mis piernas, lo primero que haremos es bailar’. Y eso dibuja una gran sonrisa en su rostro”.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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