¿Por qué tantos estadounidenses mueren ‘accidentalmente’? La respuesta puede sorprenderlo
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A veces aparece un libro que cambia la forma en que uno piensa. Estoy cuestionando mi aceptación de la palabra “accidente” después de leer “There Are No Accidents: The Deadly Rise of Injury and Disaster — Who Profits and Who Pays the Price” (No hay accidentes: el aumento mortal de las lesiones y los desastres: quién se beneficia y quién paga las consecuencias), de Jessie Singer.
“Alrededor de 170.000 personas morirán por accidentes el próximo año. Puedo decirlo, porque aproximadamente 170.000 fallecieron por ello el año pasado y no va a cambiar mucho”, escribe Singer. “Cuando llamamos a algo un ‘accidente’, nos sentimos mejor de inmediato y, así mismo, no logramos evitar que vuelva a suceder”.
Singer, una periodista y autora de Nueva York, se sintió impulsada a investigar la historia de los “accidentes” (me pidió que usara las comillas) después de que su mejor amigo, Eric Ng, fuera asesinado en 2006 por un conductor ebrio mientras andaba en bicicleta en una ciclovía cerca del río Hudson, en Manhattan. El chofer confundió el carril para ciclistas con la carretera, algo que no es inusual. En muchos puntos, el camino era accesible para los automóviles.
Años más tarde, un terrorista en un camión rentado tomaría un camino similar al del hombre que asesinó a Ng, para matar deliberadamente a ocho personas y herir a otras 11. Fue solo después de ese evento catastrófico que las autoridades decidieron proteger físicamente la bicisenda.
“Después del ataque”, afirmó Singer, “la ciudad y el estado se unieron y bloquearon todas las entradas posibles. Para mí, fue una prueba irrefutable de que lo que le pasó a Eric podría haberse evitado, pero a nadie le importó porque eso había sido un ‘accidente’”.
¿No hay forma de predecirlo, no hay forma de prevenirlo? Qué mal.
¿Por qué aceptamos como un triste giro del destino que el peatón muriera porque cruzaba la calle de noche? ¿Que un bebé falleciera debido a que comió una pastilla de metadona que alguien tiró al suelo? ¿Que el operador de una máquina perdió los dedos ya que hizo mal su trabajo o tuvo mala suerte?
Singer propone que miremos estas tragedias a través de un lente diferente: ¿Por qué la calle no estaba bien iluminada y por qué los conductores en ese tramo casi siempre exceden su límite de velocidad? ¿Por qué había una pastilla tirada en el suelo en primer lugar? ¿Por qué el operador de la máquina estaba sobrecargado de trabajo?
“Nunca debemos concentrarnos en el último factor causal”, expresó Singer. “Lo que hacemos mal con los ‘accidentes’ es mirar a la última persona que cometió un error. Éstos tienen causalidades en capas. Cuando te enfocas en la cuestión de prevenir el daño, hay tantas respuestas, muchas formas en que podemos colocar un amortiguador entre nosotros y nuestras equivocaciones”.
El peatón podría haberse salvado con una mejor iluminación, señales y un cruce muy visible. El bebé no habría muerto si las pastillas se hubieran distribuido en envases herméticos. Es posible que el maquinista no perdiera los dedos si la línea de montaje se moviera más lentamente y su equipo de protección hubiese sido mejor.
Querer culpar a las personas por los problemas sistémicos es la razón por la que este país tardó tanto en darse cuenta de que los usuarios individuales de opioides no eran los únicos responsables de sus muertes por sobredosis. Fueron sistemáticamente victimizados por compañías farmacéuticas que mintieron sobre la adicción y la eficacia de sus productos, promovieron el uso de píldoras entre los médicos y crearon más de una generación de sufrimiento innecesario.
“Tenemos que atacar a los abusadores de todas las formas posibles”, escribió Richard Sackler de Purdue Pharma, el fabricante de OxyContin, a quien Singer cita en su libro. “Ellos son los culpables y el problema. Son criminales imprudentes”.
Durante décadas, escribe Singer, los fabricantes de automóviles culparon de las muertes y las lesiones graves “al loco detrás del volante”, un mantra para una industria reacia en gastar dinero en mejorar la seguridad. Ralph Nader desacreditó esta idea en su libro clave de 1965 sobre vehículos peligrosos, “Unsafe at Any Speed” (Inseguro a cualquier velocidad). Afirmó, correctamente, que las automotrices se negaban a fabricar unidades lo más seguras posible.
Hoy, por supuesto, los cinturones de seguridad y las bolsas de aire son obligatorios, pero ¡Ay, cómo los resistió la industria!
“Tendremos que cerrar”, se quejó Henry Ford II cuando los funcionarios federales propusieron nuevos estándares de seguridad para los modelos de 1968.
El aumento de la edad mínima para beber alcohol redujo significativamente el número de accidentes por conducir ebrio en este país. “Los alcoholímetros los eliminarían de la noche a la mañana”, comentó Singer. “La gente podrá debatir si vale la pena salvar todas esas vidas”, pero llegará un día en que todos los automóviles nuevos estén equipados con sistemas que evitarán el encendido del motor si detectan que un conductor está borracho.
Poner etiquetas de advertencia en los productos puede ser bueno, pero la práctica también puede llevar a culpar erróneamente a una persona lesionada cuando algo sale mal.
Pensemos en el infame caso de 1992, de la mujer que resultó gravemente herida cuando derramó una taza de café caliente de McDonald’s en su regazo. La víctima, escribe Singer, fue atacada como una buscadora de dinero que se negaba a asumir la responsabilidad personal, cuando en realidad las franquicias de comida rápida estaban obligadas a servir el líquido a una temperatura mucho más alta de lo que era seguro. Además, la empresa ya había recibido 700 reportes de quemaduras accidentales graves por esa bebida.
Un aumento reciente en los fallecimientos de peatones llevó a muchas ciudades, incluida Los Ángeles, a adoptar iniciativas para revertir esta preocupante tendencia, pero las automotrices no parecen interesadas, destacó Singer, en descubrir formas de hacer que los vehículos sean más seguros para los caminantes.
En algunos países europeos y Japón, señaló, los automóviles están equipados con bolsas de aire exteriores, que también pueden proteger a los peatones de lesiones graves y la muerte.
El secretario de Transporte, Pete Buttigieg, alarmado por el creciente número de decesos por accidentes de tráfico, anunció recientemente que habrá 5 mil millones de dólares en subvenciones federales para los estados que les permitan reducir los límites de velocidad, que se basan, ridículamente, en la rapidez con la que los conductores recorren ciertos tramos. Los fondos también podrían usarse para diseñar calles más seguras, incluida la adición de carriles exclusivos para autobuses y bicicletas, mejor iluminación y más cruces peatonales.
No sorprenderá que las personas negras, latinas e indígenas sufran tasas más altas de muerte accidental que los blancos por causas tan dispares como accidentes automovilísticos e incendios domésticos.
Debido a que las políticas racistas, como la limpieza de los barrios marginales, dieron paso a las carreteras interestatales que dividen en dos a los vecindarios negros, las personas de color, que en general son propietarias de automóviles adquiridos a precios más bajos que los blancos, a menudo viven cerca de vías diseñadas para facilitar el tránsito rápido.
Y hay evidencia inquietante de prejuicios raciales en el trato a los peatones.
Investigadores de la Universidad Estatal de Portland, escribe Singer, descubrieron que los conductores ceden el derecho de paso con mucha menos frecuencia a los peatones negros que a los blancos.
Casi todos los días, paso por la intersección de Venice Boulevard y Shell Avenue cerca de donde dos automóviles atropellaron y mataron al actor Orson Bean cuando cruzaba la calle de cuatro carriles una noche oscura, hace dos años. Hay un nuevo cruce de peatones brillante, luces de advertencia y letreros ahora, donde antes no había ninguno.
Solía pensar que su muerte fue un desafortunado accidente. Estoy empezando a pensar que era evitable.
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.
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