Anuncio

Los desaparecidos en el derrumbe de Florida, un grupo diverso de culturas, países, generaciones y creencias

Photos of the missing hang from a chain-link fence above flowers and candles
Un memorial improvisado, con fotos de los desaparecidos, en el colapso del edificio frente al mar en Surfside, Florida.
(Gerald Herbert / Associated Press)

En el noveno piso, Magaly Delgado, de 80 años, una devota católica oriunda de Cuba, que amaba comer langosta y escuchar a Elvis Presley, estaba ansiosa por viajar a Napa, California.

Siete pisos más abajo, Chaim “Harry” Rosenberg, un administrador de activos de 52 años, de Brooklyn y judío, estaba encantado de recibir a su hija, Malki, y al esposo de ésta, Benny, desde Nueva Jersey. Había comprado el apartamento hace unos meses y esperaba que las vistas panorámicas del Océano Atlántico le ayudaran a aclarar su mente después de haber perdido a su esposa por un cáncer cerebral, y a sus dos padres por COVID-19.

Leidy Vanessa Luna Villalba, de 23 años, una niñera proveniente de una zona rural de Paraguay, había llegado el miércoles al sitio, con la hermana de la primera dama de ese país. Era su primer viaje al extranjero y le había enviado un mensaje a su familia por WhatsApp, diciendo que estaba ansiosa por explorar la ciudad e ir a la playa.

Anuncio

La gente en el interior del Champlain Towers South, un complejo de condominios frente al mar, de 12 pisos y ubicado al norte de Miami Beach, reflejaba el estatus de esa ciudad como una metrópolis internacional sumamente diversa del siglo XXI, que atrae a una mezcla especial de inmigrantes y turistas sudamericanos ricos, judíos ortodoxos y jubilados perseguidores del sol del noreste.

El repentino y dramático derrumbe de la lujosa torre de media altura, a la 1:30 a.m. del jueves pasado, sumió a familias de Estados Unidos y América Latina en una pesadilla surrealista.

Sin previo aviso, aproximadamente la mitad de las 136 unidades del complejo se estrellaron contra el suelo. Días después, se sabe que nueve residentes murieron, pero más de 150 posibles víctimas siguen desaparecidas. Los equipos de búsqueda y rescate continuaban trabajando este domingo para sondear la montaña de concreto y metal, de 30 pies, en busca de signos de vida persistentes.

“Quieres saltar sobre los escombros”, reconoció un familiar -quien pidió no ser identificado- de Maggie Vásquez-Bello, una de las personas desaparecidas, sentado en la arena dorada debajo de la torre derrumbada, con un rosario en la mano.

Si bien la causa del colapso aún no se ha determinado, los funcionarios de Surfside dieron a conocer un informe de 2018, el viernes por la noche, en el que un ingeniero señalaba que el edificio tenía un “error importante” donde la falta de drenaje en la plataforma de la piscina había causado “daños estructurales importantes” a una losa de hormigón debajo de esa plataforma.

Según expertos en ingeniería y arquitectura, múltiples factores podrían haber influido en la tragedia: el agua salada pudo haber corroído el hormigón y debilitado las vigas de soporte, una base comprometida o fallas en el diseño o la construcción.

El edificio, que no había completado su recertificación obligatoria por sus 40 años, estaba en proceso de refacciones en su techo y a punto de someterse a extensas reparaciones por acero oxidado y concreto dañado.

El sábado, la mitad de la torre parecía una casa de muñecas, dejando al descubierto una litera para niños vacía, una silla de escritorio y un armario en un ático. La otra mitad, incluido el apartamento en el que había estado Vásquez-Bello, era un enorme montículo de metal y concreto. La madre de cinco hijos, de la ciudad suburbana de Pinecrest, a unas 25 millas al suroeste, se había tomado un descanso nocturno con dos amigas. “Confiamos en el poder del Señor”, remarcó su pariente mientras olas de espuma blanca se estrellaban contra la orilla.

En todo Surfside, los miembros de la comunidad judía y católica se reunieron en las esquinas y en los patios, dentro de las sinagogas y en la playa, para formar círculos de oración y leer salmos.

“Creo en la gracia de Dios, en los milagros y en el poder de la oración”, destacó Magaly Ramsey, de 57 años, desde el exterior de un centro de reunificación familiar, sosteniendo una foto de su madre, Magaly Delgado, en su teléfono celular. El miércoles, Ramsey estaba en una conferencia de trabajo en Orlando y no pudo atender una llamada de su madre. El jueves por la mañana, sus llamadas de respuesta ingresaron directamente al correo de voz de la mujer. “Lo peor es no saber”, reconoció.

Situada justo al norte de Miami Beach y al sur del deslumbrante centro comercial y los rascacielos de Bal Harbour, Surfside es una pequeña ciudad multicultural, con una población de 5.600 habitantes, un lugar donde las conversaciones fluyen del español al inglés y al hebreo, y las tiendas locales ofrecen sushi kosher, jalá y empanadas rellenas de carne y aceitunas verdes recién horneadas.

El ambiente es más bien relajado; mujeres bronceadas en brillantes bikinis se pasean por las calles repletas de palmeras, mientras que otras, judías jasídicas, se apresuran a sus sinagogas con sus vestidos largos y pañuelos en la cabeza.

Las escenas habituales de verano (un hombre de mediana edad en Speedos, sumergiendo los pies en el Atlántico, y niños paseando por el paseo marítimo con yogur helado en sus manos) parecían discordantes mientras el humo de los escombros se elevaba en el fondo y los equipos de rescate se abrían camino.

Algunos de los apartamentos en el edificio se habían vendido recientemente por más de $1 millón, pero el complejo no era tan exclusivo como las construcciones más recientes.

El año pasado, un rascacielos de 18 pisos, de acero y vidrio curvo, diseñado por el arquitecto ganador del Premio Pritzker Renzo Piano, se erigió en un lote vecino, en North Beach. Un apartamento en ese edificio tiene un costo de $6 millones de dólares.

Surfside, una modesta ciudad costera de edificios en su mayoría de uno y dos pisos, ha evitado en gran medida los excesos de los rascacielos de la vecina Bal Harbour, un destino de compras de renombre internacional, con tiendas Alexander McQueen, Chanel y Gucci, y Sunny Isles Beach, hogar de una Trump Tower. La altura máxima de construcción de la ciudad es de 12 pisos.

Con un destino indeciso entre ser una pequeña comunidad unida y un sitio de vacaciones tropical, Champlain Towers South era hogar de residentes de Surfside desde hace mucho tiempo, incluido Arnie Notkin, de 87 años y judío, un muy querido ex docente de educación física y entrenador en una escuela primaria local, y su esposa, Myriam Caspi Notkin, de 81 años, quien es cubana. Claudio Bonnefoy Bachelet, primo del padre de la ex presidenta chilena Michelle Bachelet, vivió en la unidad 1001 durante más de una década con su esposa, Maricoy Obias-Bonnefoy, una inmigrante filipina que se había jubilado como oficial superior de presupuesto del Fondo Monetario Internacional en Washington, D.C.

Otros estaban allí por una estadía corta. Andrés Galfrascoli, un conocido cirujano plástico de Argentina, había tomado prestado el apartamento de un amigo con su esposo, director de teatro, Fabián Núñez, y la hija de ambos, Sofía, mientras se vacunaban contra el COVID-19.

El área de Miami Beach ha sido durante mucho tiempo un refugio para los judíos jubilados del noreste, y en 1959 la primera ola de judíos de Cuba huyó a Miami cuando Fidel Castro tomó el poder, pero en las últimas décadas un número creciente de inmigrantes latinoamericanos de esa comunidad, y turistas de Venezuela, Colombia, Argentina, México y Perú, se han hecho con segundas residencias o asentado en la zona.

Algunos se establecieron en Champlain Towers, torres construidas en 1980 y bordeadas por palmeras y uvas de playa, que ofrecían piscina climatizada, servicio de aparcacoches, sauna y pistas de tenis.

En 1980, un anuncio en el Miami Herald se jactaba de las “elegantes residencias en condominios”; con apartamentos de una habitación a partir de $148.000. “Sea el primero en obtener lo mejor de lo último”, decía el anuncio.

Casi un tercio de los desaparecidos reportados eran ciudadanos extranjeros, según el senador Marco Rubio (R-Florida). Después de que los funcionarios aceleraran las visas de emergencia para personas de más de una docena de países que tienen familiares cercanos desaparecidos, Rubio afirmó en Twitter que el viernes por la noche muchos ya habían llegado al sur de Florida o estaban en camino.

Mucha gente estaba furiosa y frustrada porque no se había hecho más para sacar a sus seres queridos de entre los escombros. Soriya Cohen, una residente de Surfside que creció en Nueva York, cuestionó el ritmo de las autoridades al tratar de encontrar a su esposo, Brad, de 51 años, un cirujano ortopédico de Miami que estaba en su apartamento del piso 11 junto con su hermano, de visita desde Alabama. Por qué, se preguntó la mujer, los equipos de búsqueda y rescate no tenían más perros o personal en el lugar. ¿No era posible usar megáfonos para motivar a su marido y otros posibles sobrevivientes a seguir luchando?

“Esa podría ser la diferencia entre la vida y la muerte”, reflexionó. “Siento que estoy viviendo en un país del Tercer Mundo y simplemente no les importa lo suficiente. La voluntad de vivir es fuerte. Quiero que sepan que todos los apoyamos”.

Maurice Wachsmann, de 50 años, también se sentía frustrado y preguntaba por qué el cuerpo de su amigo y de más de 150 desaparecidos aparentemente seguían bajo los escombros. Su mejor amigo, Harry Rosenberg, dijo, era “un hombre con un corazón de oro, que hacía cualquier cosa para ayudar a otros”.

Como muchos residentes de Champlain Towers, Rosenberg asistía al Shul of Bal Harbour, una gran sinagoga judía a una milla al norte de la torre de condominios. Wachsmann estaba conmovido por la forma en que la comunidad se había movilizado con fuerza.

“Todos están aquí, el uno para el otro”, remarcó mientras un flujo constante de lugareños dejaba botellas de agua, mantas, botiquines de primeros auxilios, toallitas húmedas y cargadores de baterías para los residentes sobrevivientes en el Centro Comunitario de Surfside.

Decenas de personas fueron rescatadas de los escombros, entre ellos un adolescente. La otra mitad del edificio permaneció relativamente intacta, por lo cual muchos pudieron trepar por sí mismos o fueron ayudados a ponerse a salvo. Según los funcionarios, hasta el sábado se habían contabilizado a 130 habitantes.

Una mujer cubana se movía cuidadosamente entre los voluntarios que sostenían una bandeja cargada de pasteles, deteniéndose para repartir pequeñas tazas de café y pastelitos de guayaba, mientras los voluntarios judíos repartían comidas kosher calientes de bistec, falafel y pan de pita. “¿Cómo no venir aquí?”, reflexionó Joseph Zevuloni, un empresario judío del condado de Broward, que ayudaba a repartir comidas calientes.

Horas después de que la torre colapsara el jueves, dijo, había hablado con una niña de 12 años, que estaba sentada en un rincón, llorando y esperando a su padre.

“Cuando le das comida, la gente tiene la sensación de que a alguien le importa”, remarcó.

A medida que los funcionarios anunciaron, el sábado por la noche, que habían sacado el quinto cuerpo y algunos restos humanos adicionales de entre los escombros, las esperanzas en toda la comunidad de que más víctimas sean recuperadas con vida comenzaron a desvanecerse.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

Anuncio