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THREE ROCKS, California — Rosario Rodríguez nunca quiso dejar su ciudad natal de Trigomil, Nayarit. Estaba rodeada de familia y podía llegar rápidamente a la tienda de comestibles o a la clínica más próxima.
Pero el amor la llamó y ella siguió a su entonces novio a Three Rocks, un lugar en el condado de Fresno donde él trabajaba en el campo.
Al principio, la vida allí le recordó a su hogar en el centro de México: la tentadora sensación de un pueblo pequeño, la exuberancia que la rodeaba. El encanto se desvaneció cuando se instaló la realidad de vivir en un pueblo rural en el centro de California. Luego, la sequía rompió el hechizo.
“Nunca fue mi intención venir a este país”, comentó Rodríguez. “Yo era feliz en Nayarit, pero nos casamos y me trajo aquí. Y aquí estoy”.
Durante décadas, la mano de obra agrícola ha mantenido vivas a las comunidades no incorporadas en todo el Valle Central. Pero la sequía hace que sea difícil quedarse.
La escasez de recursos esenciales (agua potable, vivienda adecuada y salarios justos) ha paralizado ciudades que fácilmente se pasan por alto y ha desencadenado un lento éxodo hacia lugares más grandes.
Se puede ver en el número cada vez menor de personas que asisten a talleres y reuniones sobre los derechos de los trabajadores agrícolas realizados por organizaciones sin fines de lucro, señaló Chucho Mendoza, un defensor del medio ambiente y la salud pública que ha trabajado con migrantes, así como familias de pequeños agricultores en el Valle Central, durante 25 años.
La pandemia vació aún más la vida rural.
En el área de Cantua Creek, donde reinan los cultivos de pistachos y almendros, algunas familias están lidiando con lo que sigue.
Ante una confluencia de desafíos, algunos se van; otros discuten sobre si deberían hacerlo. Varios están decididos a hacer que las cosas funcionen en este lugar.
“No saben qué señalar, pero dirán: ‘Sabemos que algo está mal, pero no sabemos qué es’”, explicó Mendoza. “Aquellos que se van se mudan a la siguiente ciudad, pero no se dan cuenta de que el infierno es mucho más grande”.
A medida que la sequía empeoraba, el esposo de Rodríguez viajaba cada vez más lejos por trabajo. Ella consideró unirse a él en el campo, pero dejar a sus dos hijas adolescentes solas a las 3:00 a.m. resultaba peligroso. Así que empezó a cuidar niños por 25 dólares al día.
Deseando un mejor futuro para sus hijas, Rodríguez propuso mudarse a un pueblo “más grande” como Kerman, con una población de 15.000 habitantes, donde había escuelas, iglesias, una estación de bomberos y consultorios médicos. Pero su esposo no quería irse.
¿Por qué empujar su suerte si estaban llegando a fin de mes con su dinero?
“Es una decisión que tenemos que tomar juntos”, enfatizó Rodríguez de mala gana.
Para la mayoría de las familias de las pequeñas comunidades del Valle Central, donde los residentes son mayoritariamente latinos, el costo emocional de quedarse o huir a un nuevo lugar se ve agravado por la escasez de finanzas, el estatus migratorio y la falta de una red de seguridad familiar a la que acudir.
Momentos antes de que Víctor Ávila viera a su hija mayor celebrar su quinceañera, le contó una idea a su esposa, María.
Una visita a su cuñado en Bakersfield lo inspiró a imaginar una vida fuera del valle, lejos del trabajo de campo que había conocido toda su vida.
A partir de que llegó aquí desde Durango, México, en la década de 1990, Víctor hizo todo lo que pudo en una granja. Durante 12 horas, seis días a la semana, agotó su cuerpo cosechando tomates y algodón. Probó suerte soldando metales con un soplete. Incluso probó nuevas máquinas agrícolas.
Su dedicación valió la pena. Ya no pasa turnos bajo el sol abrasador. En su lugar, se sienta dentro de una máquina recolectora gigante, parecida a un cangrejo, que conduce por hileras de almendros. Le ayuda a mantener bajo control sus problemas respiratorios después de inhalar polvo por años.
Pero sabe que a los compañeros de trabajo les va peor. Algunos luchan por encontrar un empleo estable, con el auge de las máquinas agrícolas que ya no requieren tantos cuerpos para cosechar.
Un proyecto de ley que requiere que los empleadores aumenten gradualmente el salario mínimo, así como que paguen al personal lo proporcional al tiempo y medio por cada hora extra para 2022, ha llevado a algunos a reducir el tiempo adicional de trabajo.
María sabía que su esposo estaba preocupado. Para ayudar con las finanzas, pensó en presentar una solicitud en el Carl’s Jr. local, ubicado a unos 30 minutos de distancia, pero serían principalmente turnos de noche y fin de semana. Ambos estuvieron de acuerdo en que ella no podía dejar a sus cuatro hijos solos tanto tiempo.
En medio de una sequía que empeoraba, Víctor sabía que necesitaba un plan de respaldo. Pero cuando le comentó a María sobre la mudanza, ella lo rechazó.
Su hija mayor, una estudiante de último año en la preparatoria Tranquility, no quería pasar su último año adaptándose a una nueva escuela. Alejarse de los campos también la excluiría de una beca universitaria, señaló.
María reveló que su esposo ha planteado la idea unas tres veces más. “No me voy”, le respondió.
Pero a pesar de su desgano, en el fondo María siente que la sequía está haciendo que la partida sea inevitable. Las polvorientas y descoloridas barras para niños en un parque destartalado frente a su casa son un recordatorio diario.
“Al final, iré a donde sea”, señaló.
A unas dos millas del vecindario de Rodríguez y Ávila, Lucía Salmerón Torres desea que su esposo acceda a regresar algún día a su amado Jalisco, México.
“Este es el peor lugar para vivir”, subrayó Torres, de 57 años.
Su casa está situada en el límite de la propiedad de un ranchero donde trabaja su esposo. Mantiene la casa ordenada, aunque no hay mucho adentro. Retratos de Jesús junto a rosas artificiales decoran las paredes de la sala y el pasillo. Hace jardinería para divertirse, pero solo cuando no hay trabajadores cerca porque no le gusta sentirse vigilada.
Su nieta de 5 años y el pitbull de su hijo son sus únicos compañeros cuando su esposo y sus cinco hijos están en el trabajo. En años pasados, podía contar con verlos más durante la temporada de lluvias. La sequía cambió eso.
“Ahora rara vez vuelven a casa” durante el día, explicó. “Y batallan con el empleo porque no hay suficientes horas”.
Torres primero intentó persuadir a su esposo para que se mudara a la ciudad cuando uno de sus hijos comenzó a asistir a la universidad. Luego quiso unirse a su hijo, Sergio, cuando comenzó a laborar como camionero para una empresa agrícola y planteó la idea de mudarse. Había trabajado en el campo desde los 14 años, pero vio cómo la sequía asfixiaba el valle.
Sin embargo, sabía que no era tan simple como hacer las maletas y marcharse. Necesitaba mejores ingresos para ayudar a mantener a su hija y ayudar a sus padres.
“Siempre pensé en un futuro mejor”, comentó Sergio. Antes le pagaban $11 la hora, pero ahora gana el doble, agregó.
Con pocas actividades en la comunidad, Torres espera con ansias los días en que los administradores escolares convoquen reuniones de padres y maestros. O cuando las organizaciones sin fines de lucro organizan talleres comunitarios sobre alimentación saludable y cómo ser mejores padres.
En esos días, ella, Ávila y Rodríguez organizan una comida compartida. Permanecen el mayor tiempo posible hasta que tienen que volver a sus rutinas. Torres y Rodríguez pagan alrededor de $5 por un traslado desde la agencia de tránsito rural del condado; Ávila conduce a casa en su auto.
Ella cree que se mudarán cuando sus hijas sean mayores y estén listas para la universidad. Fresno City College y Fresno State están a aproximadamente una hora de distancia y el viaje diario puede ser peligroso en el invierno cuando la niebla cubre el lugar.
Sus hijas también miran hacia el futuro. La mayor, Bianca, está ansiosa por explorar lugares donde no le indiquen que tenga cuidado con el agua ni que tome en cuenta la sequía.
“Lo único bueno de este lugar es que es bastante tranquilo”, argumentó. “Pero se vuelve solitario y no hay mucho que hacer aquí, así que se pone realmente aburrido”.
Por ahora, Rodríguez está pensando en formas de mantenerse ocupada. Si no está cuidando niños, tomará pedidos para realizar piñatas caseras y gelatina de mosaico para las fiestas. Hasta hoy solo ha recibido un puñado de pedidos.
“No es que no podamos tener éxito aquí”, señaló. “Pero tenemos que luchar para mejorar nuestra situación”.
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