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“Aquí vamos de nuevo”: Los médicos temen una “cuarta oleada” de COVID en el hospital de Torrance

A woman in protective medical gear wipes the eye of a patient
La Dra. Anita Sircar se toma un momento con Ángel Cordero, de 19 años, uno de sus pacientes de COVID-19 en el Providence Little Company of Mary Medical Center de Torrance.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

En el Providence Little Company of Mary Medical Center de Torrance, los médicos y las enfermeras se enfrentan a lo que han denominado la “cuarta ola” de COVID-19.

No hacía mucho que había pasado el mediodía y la doctora Anita Sircar se encontró diciendo de nuevo la frase que había repetido en los pasillos del Providence Little Company of Mary Medical Center de Torrance, como el estribillo de una canción lamentable: “Ya estamos otra vez”.

Durante la noche habían llegado doce nuevos pacientes afectados por el virus, entre ellos un joven de 19 años cuyos padres ya estaban hospitalizados por COVID-19. Y siguieron llegando esa mañana, uno tras otro.

El personal de enfermería estaba elaborando una estrategia con la finalidad de ampliar el segmento aislado de la unidad de cuidados intensivos que habían reservado para los pacientes más enfermos de COVID-19 a medida que se iba ocupando habitación tras habitación: el tipo de planificación que el hospital ha tenido que perfeccionar para las oleadas de pandemia mientras hace malabarismos con las necesidades de otros pacientes.

“¿Tenemos ya una cama?” preguntó Sircar mientras los médicos y las enfermeras se apresuraban a rodear a un hombre de 48 años que había sido trasladado de urgencia e intubado en la sala de urgencias. Querían subirlo a cuidados intensivos cuanto antes.

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A patient lies on a gurney as medical workers put on protective gear
La doctora Anita Sircar ayuda a atar una bata de aislamiento al enfermero Stan Brand mientras entran a toda prisa en una sala del servicio de urgencias del Providence Little Company of Mary Medical Center de Torrance.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

“No”, respondió una enfermera.

Cuando el hombre se estabilizó, Sircar salió del hospital para hablar con su esposa. Todo se parecía mucho al sombrío invierno que ella y el resto del personal del hospital habían padecido: el aumento del número de pacientes, la presión sobre las camas dentro del hospital, las agónicas conversaciones con los familiares. Como en enero o febrero, repetía Sircar.

Pero era agosto, mucho después de que la vacuna contra el COVID-19 estuviera disponible, y su tristeza había empezado a convertirse en frustración a medida que más y más pacientes que habían renunciado a la vacuna acababan en la unidad de cuidados intensivos. Sircar lo calificó como un tipo de tristeza y agotamiento “existencial”, porque la humanidad parecía no haber aprendido nada después de tantas muertes.

Hospital staff work together around a bed with a patient
Los enfermeros Eric Reminder, a la izquierda, y Chelsea Chávez, la Dra. Anita Sircar y la enfermera Yesenia Salazar colocan a un paciente en posición prona en la UCI del Providence Little Company of Mary Medical Center.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

“La mayor arma que tenemos en este momento es la vacuna. Y la gente no se la está poniendo”, dijo.

Los casos de COVID-19 han aumentado en el condado de Los Ángeles en las últimas semanas, impulsados por la variante Delta del virus y la flexibilización de algunas restricciones de la pandemia.

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En el Providence Little Company of Mary, un centro médico de 442 camas en Torrance, los médicos y las enfermeras recibieron con tristeza lo que denominaron la “cuarta ola”. A finales de mayo, solo había dos pacientes con el virus en el hospital. Ese jueves por la mañana, a principios de agosto, había 37. Únicamente dos estaban vacunados, y ninguno de los dos se encontraba en estado grave.

Medical staff gather together and work
El personal médico trabajando en la UCI del Centro Médico Providence Little Company of Mary.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Esas cifras siguen estando muy por debajo del repunte invernal, que se saldó con casi 200 pacientes hospitalizados por el virus en el centro médico de Torrance a principios de enero. Pero el repunte del verano ha sido desmoralizador, en parte, porque gran parte de él podría haberse evitado, según lamentan las enfermeras y los médicos allí presentes.

“Estoy desanimado”, dijo el Dr. Alex Hakim, médico de cuidados intensivos del hospital. “Y esas son las palabras más elocuentes que puedo decir al respecto. Últimamente estoy muy poco elocuente”.

Antes de que Sircar y sus compañeros de trabajo iniciaran sus rondas diarias, en las que médicos, enfermeras y especialistas estudian minuciosamente el plan de tratamiento de cada paciente de COVID-19 en la UCI, un capellán del hospital ofreció una lectura. Sircar inclinó la cabeza.

“Cuando la decepción de los demás nubla mi visión, no debo juzgar sino afirmar mi decisión. Porque todos hacemos lo que creemos que es mejor. Y debemos perdonarnos a nosotros mismos como perdonamos a los demás”, recitó Aviva Levin. “Creíamos que estábamos fuera de peligro. Pero seguimos cubiertos por el manto de la pandemia”.

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A doctor bows her head while standing outside a hospital room
La Dra. Anita Sircar escucha mientras un capellán del hospital ofrece una lectura.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Levin dijo que había escrito esas palabras justo esa mañana, consciente de cómo las cifras que resurgían estaban irritando al personal médico. “Se ve el TEPT [Trastorno de estrés postraumático] por todas partes”, dijo sobre los médicos y las enfermeras. “Pero siguen apareciendo. Siguen apareciendo”.

Antes de que Sircar regresara a South Bay, donde creció, dedicó gran parte de su carrera médica a luchar contra las enfermedades infecciosas en todo el mundo, con la organización sin ánimo de lucro Médicos sin Fronteras y, más tarde, con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos. Ha luchado contra el ébola en Guinea, el cólera en Haití, la fiebre amarilla en Angola y la malaria en Sudán del Sur.

Pero enfrentarse al COVID-19 en casa ha sido lo más exigente, dijo. Mientras caminaba de paciente en paciente, pensaba que el virus haría cualquier cosa para sobrevivir, mutando una y otra vez para poder infiltrarse en el sistema inmunitario.

Y le parecía que los humanos no estaban tan empeñados como el virus en sobrevivir.

Dr. Anita Sircar wears a mask and scrubs
La Dra. Anita Sircar en la UCI del Centro Médico Providence Little Company of Mary.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

“Aquí tenemos una población humana que no se vacuna, que no se pone la mascarilla”, dijo antes de revisar a su siguiente paciente. “Este virus nos está superando porque no estamos dispuestos a adaptarnos a la velocidad a la que se está adaptando este virus”.

Incluso algunas de sus propias tías han rechazado sus peticiones para que se vacunen, reveló Sircar, diciendo que no sienten que tengan suficiente información sobre la vacuna. A veces tiene la sensación de que ha sido inútil dedicar años a adquirir experiencia en enfermedades infecciosas cuando tanta gente confía en la escabrosa desinformación de Instagram y Facebook.

“Eso es realmente descorazonador para todos los que estamos en esta profesión”, manifestó Sircar. “Los médicos, las enfermeras, los científicos, los epidemiólogos... su palabra no es nada comparada con la de una celebridad o un político que dice lo contrario”.

A doctor talks to a woman outside
La doctora Anita Sircar habla con la esposa de un paciente en el exterior del servicio de urgencias del Providence Little Company of Mary Medical Center.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Mientras los médicos y las enfermeras se apresuraban a rodear al hombre en la sala de urgencias, tratando de estabilizarlo entre convulsiones, hemorragias gastrointestinales, neumonía y bajos niveles de oxígeno, otro paciente de COVID-19 estaba sentado en la habitación de al lado, navegando en su smartphone. Cuando Sircar pasó a verle, le faltaba el aire, pero charlaba con facilidad.

“Habría sido mucho peor si no me hubiera vacunado”, aseguró el hombre, que está inmunodeprimido. Pidió no ser nombrado porque no quería preocupar a sus compañeros de trabajo.

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“Solo les dije que no he estado bien”, dijo.

Fuera de la sala de urgencias del hospital de Torrance, Sircar saludó a la esposa del hombre que acababa de ser intubado. Estaba estable, aseguró a la mujer, pero “se encuentra muy, muy grave. Tan grave como puede estar un paciente de COVID”.

“Estamos haciendo todo lo que podemos para sacarlo adelante. Lo único que tiene a su favor, lo cual es una ventaja, es que es joven”, expuso Sircar a la mujer que estaba fuera, cuyos ojos eran ilegibles tras sus gafas de sol. Una de sus hijas estaba sentada en silencio en una silla cercana.

A doctor in protective gear stands over the bed of a patient
La Dra. Anita Sircar se toma un momento para hablar con Ángel Cordero, de 19 años, uno de sus pacientes de COVID-19. “Es la peor experiencia de mi vida”, expresó Cordero.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Pero no estar vacunado, señaló Sircar, era una gran desventaja.

La mujer dijo que aún le costaba creer lo que sucedía. Su marido estaba en contra de la vacunación, comentó, y por eso ella y sus hijos mayores no se habían vacunado. Sircar les instó a ir a un CVS, Walgreens o cualquier otro lugar donde quisieran vacunarse, y tranquilizó a la mujer diciéndole que la llamaría si su marido empeoraba.

Cuando la doctora volvió a entrar en el bullicio de mediodía del hospital, exhaló una sola palabra: “OK”.

A doctor works on a patient in a bed in the ICU.
El Dr. Cole Liberator trabaja con un paciente en la UCI del Providence Little Company of Mary Medical Center.
(Francine Orr/Los Angeles Times)
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Ya se hablaba de volver a instalar una carpa para examinar a los pacientes fuera del hospital, algo que dejaron de hacer cuando los casos de COVID-19 habían disminuido. A Sircar le preocupaba que, si las cifras seguían aumentando, el hospital tuviera que suspender las operaciones que no fueran absolutamente imprescindibles.

“Esto es solo el principio de esta cuarta ola”, comentó Sircar en un breve descanso, dando un sorbo a una botella de agua.

Cuando examina a un paciente de COVID-19, ya ha visto sus resultados de laboratorio y ha observado en una radiografía de tórax las nubes blancas que significan problemas. Anota la presión arterial y los niveles de saturación de oxígeno en el monitor; escucha con un estetoscopio desechable el ritmo de los latidos del corazón para detectar cualquier cosa anormal. Examina y rastrea sus piernas en busca de signos de coágulos de sangre.

A doctor uses her stethoscope as she examines a patient in bed.
La Dra. Anita Sircar utiliza su estetoscopio mientras examina a un paciente con COVID-19 en el Providence Little Company of Mary Medical Center.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

A veces retira un anillo de un paciente intubado para que sus familiares lo tengan a buen recaudo, teniendo en cuenta que sus dedos pueden hincharse. Quita las prótesis dentales, los piercings y los lentes de contacto para evitar posibles infecciones. Retira los calcetines para comprobar si hay alguna herida, ya que un paciente intubado no puede decirle que se ha roto un dedo del pie de camino a la ambulancia.

En una habitación en penumbra de la UCI, levantó los párpados de un hombre de 54 años que estaba sedado y conectado a un respirador, con un grupo de tubos que salían de su boca. Le dio los buenos días y se presentó, aunque no estaba claro lo que él podía oír.

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Llevaba en la muñeca una pulsera de plata con una oración de protección en árabe, regalo de un amigo durante la pandemia. Alrededor de su cuello llevaba el símbolo hindú del Om, otro emblema personal de protección.

El aumento de las cifras ha obligado a Sircar a replantearse una de las pocas libertades que se había permitido cuando COVID-19 parecía estar en retirada. En mayo, regresó a vivir con su anciana madre y su hermana, reuniéndose con ellas después de más de un año de alojarse en un apartamento a parte. Se había mudado para no poner en peligro a su madre inmunodeprimida.

Su madre ya está vacunada, pero Sircar sigue evitando sentarse en la misma habitación o conducir en el mismo auto con ella. Se quita la bata, se quita los zapatos y se ducha antes de caminar por la casa. Sale de casa temprano y vuelve tan tarde como puede, tratando de minimizar el riesgo.

Incluso eso ha empezado a parecerle tenso, ya que cada vez hay más personas hospitalizadas con COVID-19. Está pensando en la posibilidad de mudarse de nuevo antes del otoño, cuando las cifras podrían aumentar.

A principios de este verano, se tomó un tiempo libre por primera vez desde el estallido de la pandemia. Sircar dijo que le costó mucho desconectarse completamente del empleo. Le tomó tres días en bajar la adrenalina que ha vivido luego de ver el sufrimiento, la muerte y el trabajo diario de tratar que la gente sobreviva.

“El peso de todo el año, el agotamiento, me golpeó”, expresó Sircar.

Ese jueves por la tarde, Sircar se centró en los pacientes de COVID-19 que no estaban en cuidados intensivos ni en urgencias. Se ató una bata desechable nueva y se puso otro juego de guantes azules antes de pasar a ver a Ángel Cordero, el joven de 19 años que se había unido a su madre y a su padre en el hospital con COVID-19.

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A doctor talks with a patient, who is in bed
La Dra. Anita Sircar habla con el paciente de COVID-19, Ángel Cordero, de 19 años, en el Centro Médico Providence Little Company of Mary.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Cordero dijo que había esperado para ir al hospital hasta que sus síntomas empeoraron, al punto de toser tan fuerte que le dolía el pecho. Agregó que él y otros miembros de su familia habían estado planeando vacunarse, pero que no han tenido la oportunidad debido a las largas horas de trabajo de su familia.

“Es la peor experiencia”, expresó, cuando se le preguntó qué querría que la gente supiera sobre lo que estaba pasando. “Debería haberme vacunado. Debí hacerlo mucho antes”.

Sircar le explicó suavemente lo que debía esperar. Le expuso la lista de medicamentos que le iban a dar para combatir la neumonía y le enseñó a no acostarse de espalda. Se sentó en el borde de la cama a fin de demostrarle cómo debía sentarse para comer en el hospital, explicándole que así le recordaría a sus pulmones que debían respirar.

“¿Puedes sentarte en el borde de la cama?”, le preguntó.

Cordero se levantó lentamente, con una red de cuerdas que tiraban de las sábanas. Sircar sostuvo el estetoscopio contra él para escuchar su respiración. No es terrible, le dijo.

La doctora le mostró un aparato llamado espirómetro de incentivo y se lo describió como una especie de juguete para ejercitar sus pulmones. Para usarlo, le explicó, debía chupar la boquilla como si estuviera bebiendo un batido. Lo intentaba, pero empezaba a toser.

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Cuando pudiera respirar profundamente sin toser, le dijo Sircar, ella sabría que se estaba recuperando. “¿Tienes alguna pregunta?”, le dijo.

“Solo quiero saber cómo están mis padres”, respondió él.

“Bien, iremos a ver cómo están”. Sircar hizo una pausa. “¿Tienes miedo?”

“Sí, por mi padre”, dijo, con la voz empezando a flaquear.

Sircar tranquilizó a Cordero cuando empezó a llorar, diciéndole que había visto cientos de pacientes con COVID-19, que los médicos habían mejorado mucho en el tratamiento del virus.

“Pero tienes que trabajar para cuidarte. ¿Verdad?”, dijo ella, acercando un pañuelo a su ojo. “Porque cuando tu padre llegue a casa, vas a tener que cuidarle un poco. Así que queremos que sanes para que estés ahí para él”.

“¿De acuerdo?”, dijo ella con suavidad. “Esto no es el final. ¿DE ACUERDO?”

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