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Por temor a una epidemia inadvertida, los activistas alzan su voz por aquellos con síntomas de ‘COVID prolongado’

Pato Hebert, an HIV/AIDS activist since the 1990s.
Pato Hebert, un activista del VIH/SIDA desde la década de 1990, dijo que esa epidemia brinda ahora una perspectiva útil para comprender el COVID prolongado.
(Myung J. Chun / Los Angeles Times)

Al principio de la pandemia, Fiona Lowenstein sabía que no se estaba contando la historia completa del COVID-19.

Tenía 26 años y estaba sana, y después de dar positivo por el virus, la primavera pasada, esperaba recuperarse fácilmente. Pero después de una estadía de dos noches en el hospital, regresó a casa para experimentar una fatiga severa y malestar estomacal. Tenía dificultades para concentrarse y estaba asustada.

Corrección:

3:18 p.m. abr. 26, 2021An earlier version of this article identified Jennifer Brier as a professor at the University of Illinois. Brier is a professor at the University of Illinois Chicago.

Nadie le había dicho nada sobre estos síntomas y, después de publicar en Instagram, se enteró de que no estaba sola. Como cofundadora de un colectivo queer y feminista en Nueva York, que explora temas de salud y justicia social, de repente vio el propósito de formar una nueva comunidad.

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Hoy, el Grupo de apoyo Body Politic por el COVID-19 tiene registrados 10.500 pacientes de COVID-19 y sus cuidadores y familias, que dieron inicio a un grupo de investigación independiente y asesoran a los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés). Es una de las docenas de organizaciones comunitarias en todo el mundo que se formaron para garantizar que, un año después del inicio de la pandemia -y a medida que aumenta la fatiga, las vacunas están más disponibles y las tasas de infección disminuyen- el COVID-19 y sus síntomas persistentes sigan en el ojo público. Conscientes de las batallas que los activistas del VIH/sida han librado a lo largo de los años, sus miembros saben que los mayores enemigos son el miedo, la ignorancia y la apatía.

Movilizándose en torno al síndrome conocido como “COVID prolongado”, los miembros organizaron equipos administrativos y juntas ejecutivas, y también cuentan con el apoyo de médicos. Escriben pedidos de subvenciones y montan campañas en GoFundMe; les preocupa que el COVID prolongado provoque una epidemia invisible, que permanezca sin tratamiento.

“La pandemia sacudió nuestra infraestructura y nuestros sistemas de creencias”, comentó Lowenstein. “Han surgido fisuras en las coberturas de salud y de discapacidad. Está claro que el sistema no es capaz de satisfacer las demandas de los pacientes con COVID en general y de aquellos con COVID prolongado”.

Si las proyecciones son precisas, sus preocupaciones están bien fundamentadas. Se reportaron más de 32 millones de casos de COVID-19 en Estados Unidos y, según un estudio, el COVID prolongado puede afectar hasta un tercio de quienes han tenido la enfermedad.

Debido a que el curso completo del COVID-19 no se comprende bien todavía, los Institutos Nacionales de Salud anunciaron en febrero pasado una iniciativa valuada en $1.150 millones para estudiar sus efectos a largo plazo.

Los activistas y defensores creen que hay poco tiempo que perder.

Las enfermedades posvirales, como el COVID prolongado, deben tratarse de inmediato, destacó Emily Taylor, de Long COVID Alliance. De lo contrario, pueden provocar síntomas crónicos. “Vemos un lapso de dos años”, afirmó Taylor, “y si no hacemos las cosas debidas, muchas, muchas personas quedarán discapacitadas durante años; posiblemente por el resto de sus vidas”.

Ángela Meriquez Vázquez, de 33 años, lleva 13 meses viviendo con COVID prolongado. Tiene seis médicos, toma hasta 25 pastillas al día y trata de no sentirse abrumada entre su salud y sus trabajos como directora de políticas para un grupo de defensa de la niñez y en la comisión estatal de redistribución de distritos.

Trabajando desde su casa en Mount Washington, junto con su esposo, sus dos gatos y un dálmata, recuerda sus primeros síntomas (las migrañas, el estómago revuelto, el insomnio) y lamenta que los médicos desestimaran entonces sus preocupaciones.

Angela Meriquez Vázquez
Ángela Meriquez Vázquez, de 33 años, se infectó con el coronavirus en marzo de 2020. Tiene COVID prolongado y todavía sufre síntomas de la enfermedad.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

Había ido a la sala de emergencias en mayo con dolores en el pecho y palpitaciones, y el personal del hospital la interrogó: ¿Tenía tos? Realmente no. ¿Le habían hecho la prueba del coronavirus? Sí. ¿Y los resultados? Negativo.

Ella trató de explicar la falta de confiabilidad de las pruebas, pero los médicos, después de revisarla, creyeron que estaba teniendo un ataque de pánico. Así, luchó por contener las lágrimas y se fue a casa, sintiéndose estereotipada como una “mujer histérica latina”. Se deprimió e incluso tuvo pensamientos suicidas a medida que progresaban sus síntomas prolongados de COVID.

El grupo de apoyo de Body Politic fue el único lugar donde se sintió escuchada. Comenzó a publicar informes que había encontrado en internet y Lowenstein la invitó a moderar las discusiones. Hoy, Vázquez es vicepresidenta de la organización.

Ayudar a otras personas con COVID prolongado y tener una mejor comprensión de esta enfermedad la ayudó a iniciar su recuperación, cuenta. “Hablar sobre cómo es estar en este cuerpo con un COVID prolongado -poder nombrar y etiquetar estos síntomas con un diagnóstico- es parte de la transformación de ser una persona a merced de un virus a alguien con información que se puede usar para comprender, sobrellevar e incluso curar”, afirmó Vázquez.

Está agradecida de tener doctores hoy en día que comprenden su condición y critica a los equipos médicos anteriores por una “falta de curiosidad compasiva”, que la hizo sentir impotente frente a una enfermedad que estaba modificando lentamente su vida. Ahora quiere asegurarse de que nadie más experimente esa misma falta de consideración.

Al igual que Lowenstein y Vázquez, Diana Berrent se enfermó al principio de la pandemia. El suyo fue un caso promedio, de esos que se tratan con “Tylenol, Gatorade, buenos pensamientos y oraciones”. Pero una vez que pasó la infección inicial, continuó experimentando síntomas recurrentes.

Después de compartir su experiencia en el New York Post (“Día 1 del diario de coronavirus: la madre de Long Island describe los síntomas, las pruebas de lucha”), se convirtió en defensora del tratamiento de los pacientes con COVID-19 con plasma extraído de supervivientes cuya sangre es rica en anticuerpos.

Berrent, de 46 años, fundó Survivor Corps para brindar a otros la oportunidad de donar plasma de convalecencia e inscribirse en los estudios de COVID-19. El grupo cuenta con casi 160.000 miembros y está parcialmente financiado por una subvención de 440.000 dólares de la Gates Foundation.

Trabajando para eliminar lo discordante entre ciencia y política, Berrent describe Survivor Corps como “un ejército”, asociándose con las comunidades médica y científica para cerrar la brecha entre “lo que está sucediendo en la vida de las personas y lo que está pasando en los laboratorios”.

Sus tareas incluyen una encuesta de sus miembros para averiguar si sus síntomas de COVID prolongado mejoraron después de la vacunación. Aproximadamente el 40% de los 577 pacientes dijeron que sí, lo cual ayudó a que un inmunólogo de la Facultad de Medicina de Yale comenzara a estudiar el fenómeno.

De manera similar, Patient-Led Research, el grupo de investigación independiente iniciado por miembros de Body Politic, publicó un informe que caracteriza los síntomas del COVID prolongado entre casi 3.800 miembros. Sus hallazgos, dados a conocer a fines del año pasado, ayudaron a alcanzar una cierta comprensión temprana de la enfermedad.

Si bien se sabe poco sobre el COVID prolongado, los investigadores creen que está relacionado con síndromes similares e igualmente desconcertantes -como el de activación de mastocitos y la disautonomía- que ocurren después de una infección viral grave. Los síntomas surgen de la incapacidad del cuerpo para regular el metabolismo.

Debido a que la conciencia pública y la investigación a nivel federal de estos síndromes son escasas, los grupos de defensa han jugado un papel en elevar su perfil. Ahora encuentran una causa común con el COVID prolongado.

La Long COVID Alliance, por ejemplo, fue cofundada por la organización Solve M.E., que durante 30 años ha presionado por más investigación y financiación del síndrome de fatiga crónica, que puede ocurrir luego de una infección por COVID-19.

A medida que más organizaciones se centran en el COVID prolongado, surge una agenda común: educación clínica, para que los proveedores de atención médica estén informados de los síntomas; la ampliación de los beneficios por discapacidad, para que las personas con la enfermedad puedan recibir apoyo en su recuperación; y una revisión del código de clasificación de enfermedades, a fin de que las aseguradoras reembolsen a médicos y pacientes por el tratamiento.

Emily Taylor with the Long COVID Alliance.
Las enfermedades posvirales como el COVID prolongado deben tratarse de inmediato, afirmó Emily Taylor, de Long COVID Alliance.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Los activistas argumentan que se debe abordar la equidad en la atención médica. “Las vacunas […] no nos harán saludables. Evitarán que nos enfermemos. Pero no podemos entender los efectos del COVID prolongado y luego pensar que se puede desarrollar una vacuna para eso. La salud y el bienestar son más que la ausencia de enfermedad”, comentó Jennifer Brier, profesora de la Universidad de Illinois que escribió extensamente sobre los primeros años de la crisis del sida. Esa epidemia ofrece ahora una perspectiva útil, comentó Pato Hebert, activista en temas de VIH/sida desde la década de 1990. La comprensión de la enfermedad como una crisis de salud pública se produjo después de años de lucha contra el estigma, el racismo y la desinformación.

Esa conciencia, argumenta Hebert, quien padece COVID prolongado y es miembro de Body Politic, se debe al trabajo de aquellos que estuvieron enfermos y vulnerables. “Para que la salud pública funcione, tiene que ser un trabajo comunitario”, enfatizó. “Tenemos que entender cuál es la experiencia vivida por las personas y qué requiere en términos de acceso [a servicios], miedo, precariedad con el trabajo, la vivienda, la comida”.

El Dr. Michael Joyner, de la Clínica Mayo y miembro de la junta asesora médica de Survivor Corps, se siente alentado por la urgencia que los activistas han aportado al COVID durante mucho tiempo. “En medio de una pandemia, le preocupa llegar a un punto de impotencia socialmente aprendida, la sensación de que no hay nada que se pueda hacer... Pero eso no es así”, comentó. “Podemos tratar de entender lo que está pasando. Podemos apoyar a las personas y las familias. Podemos y lo haremos juntos; es como levantar una estructura”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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