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Columna: Se nos ha olvidado, pero los trabajadores de primera línea siguen poniendo en riesgo sus vidas

Certified medical assistant Ana Ivette Zacarias, 25, left, with patient Victoria Avelar, 65.
La asistente médica certificada Ana Ivette Zacarías, 25, izquierda, habla con la paciente Victoria Avelar, de 65 años, en el South Central Family Health Center.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

A Ana Ivette Zacarías, de 25 años, le tomó un tiempo darse cuenta de lo que quería hacer para ganarse la vida.

Cuando era adolescente, fue a la escuela de sobrecargos en Guatemala, pero luego su familia se mudó a Los Ángeles y consiguió un empleo en un restaurante mientras asistía a la preparatoria Roosevelt, en Boyle Heights. Después se dedicó a la venta de autos usados en un concesionario.

Pero Zacarías nunca olvidó lo indefensa que se sentía hace tiempo, cuando su abuela padecía demencia. Y hace dos años, vio a su propio hijo pequeño sufrir un caso grave de neumonía.

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Fue entonces cuando Zacarías supo que quería trabajar en el sector salud. Tanto que hizo todo tipo de malabares con el empleo, la familia y la escuela simultáneamente, para convertirse en asistente médica certificada.

Medical assistant Ana Ivette Zacarias administers a COVID-19 antibody tests to Luis Villasenor
La asistente médica, Ana Ivette Zacarías, le administra una prueba de anticuerpos COVID-19 a Luis Villaseñor, en el estacionamiento del South Central Family Health Center.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

A principios de este año, solicitó trabajo y recibió respuesta de varios centros médicos. Finalmente consideró como la mejor opción una clínica en su propia colonia.

El South Central Family Health Center, en la calle 44 y Central Avenue, se ha esforzado durante casi 40 años en poner a sus vecinos a trabajar en sus nueve ubicaciones comunitarias. Y la oficina principal está a solo algunas cuadras de la casa que Zacarías comparte con su padre, dos hermanos, su esposo y sus dos hijos, de 4 y 2 años.

“Me siento cómoda trabajando aquí porque conozco a la gente y los pacientes son nuestros vecinos”, comentó.

El jueves por la mañana, Zacarías usó una bata, un cubrebocas y unos lentes mientras examinaba un flujo constante de pacientes.

¿Por qué en el garaje?

Porque si el virus está en el aire, puede escapar más fácilmente en un área bien ventilada.

Zacarías comienza a montar la clínica provisional a las 7:30 cada mañana, organiza el equipo, así como las estaciones de prueba, y desinfecta todo con rociadores y toallitas. Ella examina a los pacientes en busca de síntomas, revisa sus signos vitales y extrae sangre para analizarlos en busca de anticuerpos COVID-19. Un día, me dijo, cuando pueda aprovechar el tiempo, quiere comenzar a estudiar para convertirse en enfermera registrada.

La doctora con la que trabaja, Grace Neuman, realiza las pruebas nasales y entrega las muestras a Zacarías para que las etiquete correctamente. Neuman habla cantonés, que no suele ser útil en esta clínica, pero está aprendiendo español, y Zacarías traduce según sea necesario. Después de meses de trabajar juntas, están sincronizadas.

“Ella es como mi mano derecha”, comentó Neuman, quien puede comunicarse con su asistente a pesar del peso del equipo de protección. “Podemos simplemente hacer contacto visual y saber al instante lo que significa”.

LOS ANGELES, CA
La Dra. Grace Neuman, a la derecha, examina a Mary Meadow, de 74 años, por COVID-19 en el estacionamiento del Centro de Salud Familiar South Central.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

Neuman, como Zacarías, creció con padres de clase trabajadora —un mecánico de automóviles y una trabajadora postal, en el Distrito de la Misión de San Francisco. También como Zacarías, quería laborar en una comunidad donde la necesidad era grande, y la pandemia solo ha profundizado su sentido del deber, porque áreas como el sur de Los Ángeles se han visto afectadas de manera desproporcionada.

“Como ser humano, el miedo definitivamente está ahí”, señaló Neuman. “Pero se encuentra mitigado con el conocimiento de que estoy en el lugar correcto, en el momento adecuado”.

Muchos de los pacientes que ellas ven son trabajadores pobres, y las puertas de la clínica están abiertas para ellos, ya sea que puedan pagar un seguro médico o no. Se desempeñan en restaurantes y tiendas, son repartidores y jardineros, amas de llaves y obreros de construcción.

 Certified Medical Assistant Ana Ivette Zacarias, 25, with her children.
La Asistente Médica Certificada Ana Ivette Zacarías, de 25 años, escucha a sus hijos Julen Padilla, de 4 años, a la izquierda, y a su hija Mia Padilla, de 2 años, después de trabajar su turno en el Centro de Salud Familiar South Central.
(Francine Orr/Los Angeles Times)

“Estas son las personas que se encuentran en la primera línea de defensa y que mantienen nuestra economía en marcha”, señaló David Román, director de Desarrollo y Comunicaciones del centro.

La gran mayoría de los pacientes en las nueve ubicaciones del centro de salud son latinos, muchos viven en hogares multigeneracionales, y varios tienen enfermedades preexistentes como diabetes, asma e hipertensión, cualquiera de las cuales aumenta el riesgo de muerte por COVID-19. Al final de un día de trabajo, que para muchos pacientes incluye la exposición al virus, comentó Román, y debido a que no tienen lavadoras y secadoras para desinfectar su ropa en casa, terminan congregándose en las lavanderías, lo que aumenta aún más el riesgo.

Román informó que, aproximadamente, el 12% de las casi 8.000 pruebas de coronavirus administradas por el centro de salud desde mayo han dado positivo. Y eso significa peligro para trabajadores como Zacarías y Neuman.

Con un personal de 223 personas, precisó Román, “hemos tenido 46 pruebas positivas para COVID-19, y un pediatra dio positivo esta semana”.

Zacarías, quien no se ha enfermado desde que comenzó su trabajo en julio, me dijo que tiene mucho cuidado y siempre usa cubrebocas, en el trabajo y en casa. Aclaró que ciertamente está consciente del riesgo, ya que ha visto a pacientes con síntomas avanzados a diario, pero no se deja intimidar. El sufrimiento y el miedo, comentó, “me hacen sentir valiente y feliz de poder ayudar a la gente”.

A las 9 a.m. del jueves, Neuman ya había enviado a dos pacientes al hospital con síntomas graves que parecían estar relacionados con COVID. En la primera ola de casos a principios de este año, se realizaron hasta 100 pruebas diariamente, luego el número disminuyó gradualmente a 20 o menos.

Pero hubo un repunte cuando el clima se enfrió y esta cifra superó las 30 el jueves, en lo que podría ser el comienzo de una oleada posterior al Día de Acción de Gracias. Juan Ramos, otro asistente médico, se unió al equipo de Neuman-Zacarías durante el día para ayudar con la carga extra.

“Me siento un poco enferma y tengo tos”, dijo la paciente Mireya Armijo, trabajadora de un restaurante, cuyo esposo es conductor de autobús.

Santiago Gómez y Cirila Sámano, quien trabaja como amas de llaves, conocen a personas que se enfermaron y vinieron a hacerse exámenes, porque a Gómez le molestaban dolores corporales y de cabeza.

Otra pareja, que trabaja en un almacén, indicó que se sentían bien, pero querían una prueba, porque están expuestos a muchas otras personas en el trabajo. Y un anciano en silla de ruedas vino porque tenía síntomas similares a los de la gripe, junto con una enfermedad pulmonar preexistente.

Algunos pacientes se acercan al centro de salud porque los patrones lo ordenan, y Zacarías dijo que se encontró con algunos que piensan que el virus es un engaño, o que de alguna manera son inmunes. Ella los corrige rápidamente.

“Les comento que traten de ser un poco más respetuosos con los demás, y que lo hagan por su familia”, señaló Zacarías.

Al final de su turno, ella tira su bata protectora y se cambia de ropa antes de recoger a sus hijos que se encuentran con una niñera. Todos en su casa trabajan, excepto un hermano que es estudiante, por lo que ella se asegura de que sigan las reglas sanitarias de COVID dentro y fuera de casa.

“La gente me pregunta si tengo miedo de ir a trabajar”, comentó Zacarías. “Pero no tengo. Me siento bendecida y es agradable escuchar a la gente dar las gracias por estar allí”.

Solíamos dar las gracias con un poco más de regularidad al comienzo de la pandemia, haciendo sonar campanas, sonando cuernos y haciendo sonar ollas y sartenes a las 8 en punto todas las noches. No sé por qué no podemos volver a hacer eso, incluso más fuerte esta vez, no solo para los médicos y enfermeras, sino también para todos sus asistentes.

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