LA ADICCION - Los Angeles Times
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LA ADICCION

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LA ADICCION
Enrique, con 15 años cumplidos, recoge su ropa y regresa a casa de la abuela materna. “¿Puedo quedarme aquí?â€, le pregunta.

Este había sido su primer hogar, la casita de estuco donde vivió con Lourdes hasta que ella bajó el escalón del portal y se marchó. Su segundo hogar fue la choza de tablas donde vivió con su padre y abuela paterna, hasta que éste rehizo su vida con otra mujer y se fue. Su tercer hogar fue la cómoda casa donde vivió con el tío Marco.

Ahora está de vuelta en el lugar de donde salió. Viven ahí siete personas: su abuela Agueda Amalia Valladares, dos tías divorciadas y cuatro primos pequeños. Viven en la pobreza. “Apenas tenemos dinero para comprar comidaâ€, afirma la abuela, que padece de cataratas. No obstante, accede a recibirlo.

Nadie puede pensar en otra cosa que no sea el asesinato de los dos tíos. Le hacen poco caso a Enrique, que se vuelve callado, retraído.

No regresa a la escuela.

Al principio comparte un dormitorio con una tía de 26 años, Mirian Liliana Aguilera. Un día, cuando despierta a las dos de la madrugada, encuentra a Enrique sollozando en silencio, apretujando un retrato del tío Marco. Enrique llora a su tío por seis meses. Su tío lo quería; sin él, está perdido.

La abuela Agueda se cansa pronto de Enrique. Ella se enoja cuando llega tarde, toca a la puerta, y despierta a toda la casa. Un mes más tarde, la tía Mirian se despierta de nuevo una noche. Esta vez percibe olor a acetona y siente un crujir de plástico. En la semioscuridad, ve a Enrique en su cama, aspirando el contenido de la bolsa. Está inhalando pegamento.

Lo mandan a vivir a una diminuta casucha de piedra, a siete pies de la casa, pero a un mundo de distancia. En otra época había sido la cocina, donde la abuela cocinaba al aire libre. El tizne cubre las paredes y el techo. No tiene electricidad. La puerta de madera no se puede abrir del todo, y la única ventana no tiene vidrio, sino barras. No lejos de allí queda el excusado, un hoyo cubierto por una casucha de tablas.

La choza de piedra es su nuevo hogar.

Ahora Enrique hace lo que quiere. Si se pasa la noche en la calle, a nadie le importa. Pero él lo ve como un rechazo más.

Cerca de allí queda el barrio llamado El Infiernito, controlado por la pandilla Mara Salvatrucha (MS). Algunos de estos pandilleros eran residentes de Estados Unidos y vivieron en Los Angeles hasta el 1996, cuando entró en vigor una ley federal que dispuso su deportación por delitos graves. Ahora andan sueltos por México y Centroamérica. Aquí en El Infiernito, cargan “chimbasâ€, que son armas de fuego confeccionadas con tubos de plomería, y beben “charamilaâ€, hecha con alcohol metílico diluido. Se suben a los autobuses para asaltar a los pasajeros.

Enrique y su amigo José del Carmen Bustamante, de 16 años, se aventuran a ir a El Infiernito para comprar marihuana, una empresa peligrosa. José fue amenazado una vez por un hombre que le enroscó una cadena al cuello. Nunca se quedan más de lo necesario. Suben con su mota hasta el billar y se sientan a fumar al son de la música que sale de las puertas abiertas.

Van con ellos dos amigos. Ambos han intentado el viaje al norte en tren de carga. Uno de ellos, a quien le dicen El Gato, cuenta de las balas de la migra que le zumbaban sobre la cabeza, y de lo fácil que es que a uno lo asalten. En su estupor de marihuana, lo de los trenes le parecce a Enrique una aventura.

El y José, deciden probar suerte muy pronto.

Algunas noches, a eso de las 10, suben un sendero empinado y serpenteante hasta la cima de otra colina. Ocultos detrás de un muro pintarrajeado con grafitos, se pasan la noche inhalando pegamento. Un día, María Isabel Caría Durón, de 17 años y novia de Enrique, se tropieza con él a la vuelta de una esquina. El olor de Enrique la invade. Huele como una lata de pintura abierta.

“¿Qué es eso?â€, le pregunta, asqueada por el vaho. “¿Estás drogado?â€

“Noâ€, contesta él.

Enrique intenta ocultar su vicio. Unta una pizca de cemento en una bolsa de plástico y se lo mete en el bolsillo. Una vez solo, se cubre la boca y aspira, apretándose el fondo de la bolsa contra la cara, llenándose de vapores los pulmones.

Belky nota unas impresiones dactilares amarillentas en los pantalones de María Isabel: son residuos de pegamento, huellas del abrazo de Enrique.

María Isabel lo ve cambiar. Tiene la boca sudada y pegajosa. Anda nervioso y alterado, con los ojos enrojecidos, vidriosos y entreabiertos. Otras veces parece borracho. Si se le hace una pregunta, tarda en responder. Pierde fácilmente los estribos. Cuando está bajo los efectos del narcótico, se ve callado, soñoliento y distante. Cuando se le pasa el efecto, se pone histérico y abusivo.

El drogo, le dice una tía.

A veces, en sus alucinaciones, sueña que lo persiguen. Ve duendes y hormigas, y un personaje como el osito Winnie the Pooh flotando frenta a él. Al caminar, no siente el suelo. A veces no le responden las piernas. Las casas se mecen, el piso se le desploma.

Pasa dos semanas en las que no reconoce a su familia. Le tiemblan las manos. Al toser, escupe flemas negras.

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