‘Bob’ Beamon y su salto de 8,90 metros a la gloria
Bogotá — En los revolucionarios Juegos Olímpicos de México’68, un atleta llegó y lo cambió todo en el salto de longitud. Con apenas 22 años, el estadounidense Robert ‘Bob’ Beamon dio 19 zancadas, voló en el estadio Olímpico y aterrizó a 8,90 metros para borrar de un tajo -por 55 centímetros- la marca anterior.
Pero antes de ese hecho, que maravilló al mundo, hubo una serie de circunstancias protagonizadas por Beamon, y otras externas a él, que tendrían incidencia en lo que sucedió aquella tarde del 18 de octubre de 1968 en Ciudad de México.
FANÁTICO DE OTROS DEPORTES
Al joven Beamon le gustaba el baloncesto. Medía 1,91 metros, tenía agilidad y facilidad para saltar y era rápido para correr en pruebas de velocidad, lo que se notó especialmente esa tarde de octubre, cuando se convirtió prácticamente en una gacela.
FAVORITISMO Y SUSTO
Beamon poseía la mejor marca mundial del año con 8,33 metros y había ganado 22 de las 23 competiciones en las que había participado en 1968.
Sin embargo, casi no disputa la final. En la clasificación hizo dos saltos nulos y solo en su tercera y última oportunidad, cuando se decía a sí mismo “no falles, no falles”, logró los 8,19 metros con los que pasó a la lucha por la medalla.
FUERZA MENTAL
Cuatro meses antes de los Juegos, el neoyorquino fue expulsado de la Universidad de Texas por negarse a competir ante la Universidad Brigham Young de Utah, que no aceptaba en su equipo a negros.
Por ello, la parte final de su entrenamiento la llevó a cabo con su amigo Ralph Boston, saltador que poseía el récord del mundo que había batido en 1960. Una marca de 8,35 metros, que tumbó la del mítico Jesse Owens en Berlín.
ATREVERSE A LO ‘PROHIBIDO’
Beamon hizo algo que nunca antes había hecho. Tuvo relaciones sexuales la noche anterior a la prueba. Según publicó David Wallechinsky en su libro ‘The Complete Book of The Olympics’, en el momento del orgasmo, abrumado por la horrible sensación de haber arruinado todo, sintió que sus posibilidades de ganar -que había vaticinado- habían quedado allí, en la cama.
FACTORES EXTERNOS
Su hazaña, para muchos expertos, se debió a su gran estado psicológico y físico, a la velocidad del viento que literalmente sopló a su favor -llegó hasta la velocidad límite permitida para homologar la plusmarca: dos metros- y la menor resistencia del aire a las alturas.
Sus rivales: Beamon superó a los tres medallistas de 1964, Lynn Davies, Ralph Boston -a quien abrazó al final de su prueba- e Igor Ter-Ovanesyan.
CELEBRACIÓN IMPENSADA
Los jueces no disponían de material para medir un salto tan largo, motivo por el que se retrasó la aparición del nuevo récord en el marcador manual. Un oficial le había dicho a Beamon después del salto: “Fantástico, fantástico”, mientras él, incrédulo, corría hacia su puesto sin saber exactamente qué había hecho, pues no comprendía el sistema métrico.
Tuvieron que usar la cinta, pues el medidor óptico que se estrenaba no estaba preparado para semejante salto. Boston fue el encargado de darle la noticia: “Bob, tú saltaste 8,90 metros”.
Cuando el número fue anunciado en la pizarra electrónica, el registro daba por bueno el récord, que convertía el anterior (8,35) -que compartían Boston y ‘el Príncipe Igor’ Ter-Ovanesyan- en una broma.
Beamon se abrazó al resto de atletas y colapsó, sus piernas fallaron y se deslizó al suelo. Lloró y sintió náuseas después de toda esa emoción, al ver lo conseguido tras años de decepciones y sacrificios.
Él experimentó lo que los doctores describieron después como un “ataque catapléjico”.
Todavía atónito, Beamon le preguntó a Boston: “¿Qué haré ahora? Ustedes van a patearme el trasero”... en referencia a que faltaban ellos por saltar, pero Boston le replicó: “No, no. Esto se acabó para mí. Yo no puedo saltar tan lejos”.
Beamon, sin alas, voló: saltó 8 metros y 90 centímetros, 29 pies y dos pulgadas y media.
Las reacciones de sus rivales no se hicieron esperar.
El plusmarquista mundial, el soviético Ter-Ovanesyan, le dijo al británico Davies, titular en Tokio 1964: “Comparado con este salto, somos como niños”.
Davies, por su parte, mostró su impotencia tras confirmarse la marca al decirle a Beamon que había “destruido” la prueba y con resignación se dirigió a Boston: “No puedo seguir. Todos nos veremos tontos”.
Pero la prueba continuó, Beamon incluso hizo un salto más (8,04 metros) y dejó pasar sus últimas cuatro oportunidades.
Las medallas de plata y bronce fueron para el alemán oriental Klaus Beer (8,19) y el norteamericano Boston (8,16). Ter-Ovanesyan fue cuarto con 8,12.
La prensa tituló el logro de Beamon como “Un récord del año 2.000”, “Una marca del siglo XXI”. Sin embargo, las predicciones fallaron ya que el 30 de agosto de 1991 un compatriota suyo, el estadounidense Mike Powell lo batió en el Mundial de Tokio con un salto de 8,95 metros.
El salto de Beamon estuvo vigente 22 años, 10 meses y 22 días hasta que llegó Powell. Pero sigue siendo récord olímpico y la segunda mejor marca de la historia. Incluso, el término ‘Beamonesque’ se aplica en el atletismo a cualquier hecho insólito o fuera de lo común.
Después de la proeza, Beamon nunca pasó de los 8,22 metros y no participó en los Olímpicos de Múnich de 1972.
Como homenaje, fue elegido en la decimoquinta ronda del draft por los Suns de Phoenix en 1969, que le rindieron tributo de esta forma, pues nunca jugó en la NBA .
Beamon (Nueva York, 29 de agosto de 1946) es miembro del Salón de la Fama del Atletismo, se graduó de Sociología, fue director de Atletismo de la Universidad Estatal de Chicago y también ejerció un alto cargo en el Museo de Arte Olímpico del estado de la Florida.
Hoy, a sus 71 años, sigue siendo recordado y admirado por ser uno de los grandes protagonistas de la historia olímpica gracias a ese salto en México’68 que lo elevó a la gloria.
Claudia Aguilar Ramírez