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Créanle a una estudiante de Berkeley: no estamos suprimiendo la libertad de expresión

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Una mañana de septiembre, me detuve en el lado este del campus de UC Berkeley y rápidamente comprendí que iba a ser uno de esos días. Eran sólo las 7:45 a.m. y los oficiales de seguridad del estacionamiento ya habían erigido barreras blancas, bloqueando la calle donde normalmente dejo mi automóvil. No tuve más remedio que estacionarme donde estaba y caminar un poco más para llegar a clase, pasando en el camino al lado de estudiantes con desayunos para llevar y oficiales de policía con perros especialistas en detección de bombas.

Pronto me enteré de que alguien llamado Ben Shapiro vendría al campus. Ben Shapiro, pensé, intentando averiguar si conocía el nombre… Tengo un primo llamado Brian Shapiro. Para el mediodía, lo había descubierto: Ben Shapiro era uno más de los comentaristas políticos conservadores programados para hablar en el campus. Su objetivo era obvio: agitar al cuerpo estudiantil y, por extensión, a los medios de comunicación.

Pocos de mis compañeros estudiantes, sin embargo, parecían perturbados por la visita de Shapiro. Estábamos más afectados por la decisión de la administración de cerrar preventivamente seis edificios y contratar lo que parecía ser un pelotón de policías militarizados. Según los informes, estas precauciones de seguridad le costarían a la entidad un estimado de $600,000.

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A última hora de la tarde, temiendo que mi auto atrapado en un bloqueo, decidí no asistir a mi clase nocturna, una medida preventiva similar al cálculo realizado por la administración; potencialmente sabia, posiblemente innecesaria, definitivamente perturbadora.

Estaba acostumbrada a tal interrupción, por supuesto. Desde que el exeditor de Breitbart y provocador de ultraderecha Milo Yiannopoulos fue evacuado del campus en medio de violentas protestas, en febrero pasado, Berkeley ha sido escenario de batallas esporádicas de una guerra cultural, la mayoría de ellas alrededor de manifestaciones a favor de Trump o presentaciones programadas por oradores conservadores.

La narrativa de los medios en torno a estos eventos tendió a encuadrar a los alumnos de Berkeley como manifestantes violentos y, muy a menudo, como obstruccionistas intolerantes y militantes liberales, empeñados en destruir el legado de libertad de expresión de nuestra universidad. También somos considerados como milenios excesivamente sensibles que temen las agresiones, pequeñas o de cualquier tipo, de los conservadores y de la extrema derecha.

Pero en estos momentos de gran dramatismo, muy pocos de los actores son realmente estudiantes de Berkeley. Las grandes reuniones a favor de Trump no han sido organizadas por estudiantes de Berkeley, y, en su mayor parte, las contramanifestaciones tampoco. A pesar de que un grupo de alumnos conservadores, la Young America’s Foundation, invitó a Shapiro al campus, no fueron los estudiantes quienes lideraron la enojada respuesta, sino terceros, como la organización Refuse Fascism.

E incluso si no fuese así, si cada uno de los manifestantes en tales eventos hubiera sido un estudiante universitario matriculado en Berkeley, el muestreo estaría lejos de ser representativo del cuerpo estudiantil. La mayoría de las protestas en el campus han atraído a sólo unos cientos de personas. En una escuela de 30,000 alumnos de pregrado, una multitud de cientos no impresiona.

La verdad es que la vida diaria en UC Berkeley es, en su mayor parte, bastante común. Los estudiantes trabajan y estudian, se esfuerzan por acumular créditos y minimizar las deudas. Los profesores dictan conferencias, realizan investigaciones y mantienen horarios de oficina. Una administración con carencia de personal se esfuerza a través de la montaña de papeleo que acompaña a cada potencial graduado.

La vida se desacelera sólo cuando los oradores de alto perfil llegan al campus, momento en el que los estudiantes se convierten en daños colaterales. Recibimos alertas por correo electrónico que nos aconsejan evitar las áreas de protesta. Los profesores, por preocupaciones de seguridad, cancelan las clases que se dictan al mismo tiempo que la presentación de discurso. La policía se materializa con una velocidad inquietante.

La disonancia entre esos dos estados sólo rivaliza con la disonancia entre la realidad de la vida en el campus y la historia que se desarrolla en los medios nacionales.

Cuando Yiannopoulos no pudo hablar en el campus en febrero, nuestro periódico estudiantil, el Daily Californian, informó que, en una multitud de aproximadamente 1,500 personas, unos 150 manifestantes violentos lanzaron fuegos artificiales, arrojaron ladrillos y rompieron ventanas. Pero esos “agitadores enmascarados”, como los llamó la escuela, no eran alumnos ni gente vinculada con la universidad. Repito: ningún estudiante de Berkeley estuvo involucrado en un acto de violencia.

Pero es difícil saber eso con la reacción de los medios de comunicación. “Los universitarios destruyen su propio campus para bloquear la libertad de expresión con la que no están de acuerdo”, narró un presentador de Fox News en el aire, vinculando a los manifestantes enmascarados con estudiantes de Berkeley. “El lugar de nacimiento del movimiento de libertad de expresión se convirtió en su cementerio”, afirmó el comentarista conservador Todd Starnes.

El presidente Trump fue rápido para subir la apuesta, y tuiteó: “Si UC Berkeley no permite la libertad de expresión y practica la violencia contra personas inocentes que poseen un punto de vista diferente ¿LOS DEJAMOS SIN FONDOS FEDERALES?”. Tal vez lo más surrealista fue que el comediante y presentador de HBO Bill Maher invitó a Yiannopoulos a su programa para compadecerse del mal trato que el orador había sufrido a manos de los estudiantes. Maher despotricó notablemente acerca de Berkeley, considerándola “una cuna para... bebés”.

En abril, los administradores de Berkeley no pudieron encontrar un lugar y hora apropiados para que Ann Coulter se presentara con seguridad, por lo cual su presentación fue cancelada. Al leer las noticas al respecto, uno piensa que los estudiantes de Berkeley se unieron para rechazar el ingreso de Coulter al anfiteatro.

En septiembre pasado, la “Semana de Libertad de Expresión”, de cuatro días, fue cancelada, cómicamente, por el pequeño grupo de estudiantes conservadores que la había organizado. Básicamente, se encontraron con enormes obstáculos logísticos. Algunos especularon abiertamente que el objetivo de organizar el evento era para cancelarlo, sugiriendo -una vez más- una atmósfera inestable en el campus, en el cual los estudiantes intolerantes tienen el poder de suprimir las opiniones contrarias.

Aunque UC Berkeley no es el ambiente explosivo que los terceros imaginan, estos cambios esporádicos ocasionan un ambiente nervioso en el campus. Sólo en el último mes, el Departamento de Policía de Berkeley envió a los estudiantes 15 alertas relacionadas con protestas. Estas notificaciones nos brindan un detalle riguroso de los cierres y las reaperturas de las calles, informan dónde se reúnen y se dispersan -a menudo rápidamente- los pequeños grupos de manifestantes, y advierten sobre actividades “sospechosas” que resultan ser nada en absoluto.

También recibimos un flujo constante de correos electrónicos de los representantes de la administración, que repiten el mismo refrán: condenamos la retórica de odio, defendemos el derecho de los oradores a visitar al campus, les imploramos que permanezcan a salvo.

Y en medio de todo ello, vamos a clase, estudiamos para los exámenes e intentamos hacer lo posible para ignorar el despliegue publicitario.

Samantha Shadrow estudia su último año de periodismo y medios de comunicación en UC Berkeley.

Traducción: Diana Cervantes

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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