¿Ayuda o abandono? ¿Independencia o estatización? Puerto Rico, como siempre, sigue esperando
El silencio que proviene de casa tiene una cierta textura. Hay ansiedad en él, mientras desde el continente esperamos cualquier palabra de los familiares atrapados en la pequeña prisión isleña conocida como Puerto Rico.
También hay miedo en él: cerrar los ojos y ver a tus tías y primos, a tus abuelos y sobrinos, pelearse por agua limpia para beber y asearse; a tus parientes enfermos incapaces de encontrar sus medicinas para la diabetes o la presión alta; sin alimentos para nadie, sin dinero en los cajeros automáticos, sin carreteras seguras para entrar o salir de la ciudad, sin electricidad para limpiar las aguas residuales o aliviar el insoportable calor, sin wi-fi para ayudarlos a estar en contacto con el esto del mundo, sin celulares para romper el temerario silencio, sin luz contra la oscuridad, más profunda y ominosa que nunca.
En el silencio también hay cólera: en los Estados Unidos, uno observa cómo un presidente distraído e indiferente apela a su base de seguidores, se mete en peleas innecesarias, evita hacer lo correcto o darle a la isla el regalo de una expresión elocuente de simpatía y apoyo.
En un momento en que las palabras podrían haber sido tan poderosas como la medicina y los alimentos, la quietud permanente del lento Washington posee una horrible textura racial. Ese mismo gobierno se negó, hasta el jueves, a levantar la arcaica Ley Jones, que establece que sólo los barcos estadounidenses pueden transportar mercancías y pasajeros de un puerto de los EE.UU. a otro. Y cuando Trump dispensó la norma, accedió a hacerlo exclusivamente por 10 días. Por ello, si bien la puerta está abierta para que los buques internacionales lleguen a la isla con suministros, asistentes y aliento, ésta se cerrará próximamente. El alivio a largo plazo tendrá que esperar.
Esperar es lo que Puerto Rico sabe hacer mejor. Esperamos 500 años para que el imperio español se desvanezca. Cuando finalmente lo hizo, en 1898, la Marina Estadounidense bombardeó San Juan y 1,300 soldados de infantería entraron para tomar el lugar de la corona. El sueño de la independencia debería esperar mientras la isla se convertía en una colonia de facto de los autoproclamados ‘anticolonialistas’ EE.UU.; el sueño sigue en espera.
El país que predica la autodeterminación y la independencia ante el resto del mundo se aferra obstinadamente a esta pieza de bienes raíces en el Caribe; 3,500 millas cuadradas de belleza tropical, una gran variedad de ecosistemas, una población resiliente y diversa, con gran corazón. Puerto Rico es, efectivamente, un estado zombi, un territorio estadounidense sin verdadero poder autónomo, que expresa su “voluntad” en periódicos plebiscitos desdentados, el último de ellos en junio pasado, con un referéndum no vinculante en favor de la estatización.
El Congreso de los EE.UU. hace las leyes que los puertorriqueños debemos obedecer, pero tenemos cero senadores, cero representantes en la Cámara Baja, y cero electores en las carreras presidenciales. Afortunadamente -y estamos profundamente agradecidos- todos estamos protegidos por la Constitución estadounidense y su Declaración de Derechos.
Aunque carecemos de representación significativa en el Congreso, los puertorriqueños podemos ser reclutados para la guerra. No es casualidad que nos hayamos convertido en ciudadanos en 1917, durante la Primera Guerra Mundial, cuando los EE.UU. tenían necesidad de carne fresca para las trincheras de Europa. En la Segunda Guerra, el 59º Regimiento de Infantería -enteramente puertorriqueño- recibió 90 Corazones Púrpura.
Cerca de 61,000 puertorriqueños pelearon en Corea; el monumento al conflicto de Vietnam está plagado de nombres de cientos de isleños. Cuando no somos reclutados, nos presentamos como voluntarios, tal como han hecho mis cuatro hermanos.
Toda mi vida adulta he anhelado tener un Puerto Rico libre, soberano, independiente; con su propio presidente, su propia constitución, moneda, embajadores, embajadas, tratados, equipos olímpicos y escaños en las Naciones Unidas. Una isla independiente estaría en control de sus fronteras, podría aceptar ayuda de Cuba, Colombia, Brasil o Noruega.
La comunidad internacional ha demostrado su compasión una vez más; no tengo dudas de que le abriría el corazón a una pequeña nación herida del Caribe. A menudo me pregunto: ¿Qué poderes creativos, qué iniciativas, que genio nativo se desataría si la isla fuera realmente libre?
Y sin embargo, después de los huracanes Irma y María, este independentista comenzó por primera vez en su vida a pensar lo impensable. Si la independencia está fuera de alcance -el sueño romántico de un artista que no vive allí-, ¿no sería mejor que la isla ponga fin a su estado de ‘dimensión desconocida’ y se convierta en un estado de los EE.UU.?
No es la estatización mejor que el limbo eterno de esta colonialización? El estatus de estado le daría a la isla dos senadores, cinco miembros en la Cámara de Representantes, siete votos en el colegio electoral. La voz política de Puerto Rico, una isla de 3,7 millones, sería imposible de ignorar. Podríamos ayudar a redactar las leyes que rigen nuestro destino. En una elección futura, la gente podría decidir quién es el próximo presidente de los EE.UU.
Una nación libre o estado de los EE.UU.: seiscientos años de parálisis colonialista terminarían de la noche a la mañana. Un largo silencio histórico se cerraría con las alegres palabras ‘aquí estamos’.
El silencio que más me dolió provino de un hermoso barrio cerca de la Ruta 638, llamado Las Arenas. Está justo al sur de Arecibo, cerca de Miraflores y Espino, ciudades ligeramente más grandes, pero no se lo encuentra en un mapa.
Los estrechos caminos llenos de baches, muchos sin nombre ni lógica, lo llevan a uno por pequeñas casas de hormigón y colores brillantes, y huertas con cercos perezosos y animadas gallinas, vacas y caballos viejos que mascan pasto en inclinadas colinas. Los perros no conocen de correas o cercas. Por las noches, la famosa rana cantarina, coqui, interpreta su sinfonía de dos notas hacia un cielo profundo de estrellas y brisa cálida. Un grupo de familias viven allí, todas ellas vinculadas con mi ascendencia materna -gente energética y alegre, repleta de música y deseosa de alimentar a un pariente perdido de Nueva York, que habla un español espantoso-. Pasó una semana antes de que supiéramos de ellos: están a salvo, pero la matriarca, Petra -prima hermana de mi madre- murió de un ataque cardíaco y recién fue enterrada esta semana. El funeral se retrasó por los vientos.
Un planeta Tierra enojado envió sus tropas de ataque a Puerto Rico en forma de un huracán inocentemente llamado María, que ha matado e inhabilitado, y promete un horror menos sutil y más lento, una crisis humanitaria enorme, una laguna de lágrimas tan profundas como el Caribe. Ante tal sufrimiento, parte de mí se pregunta si deberíamos tener esta conversación acerca del estatus.
Pero otra parte cree que es inevitable y pertinente. Si algo bueno puede salir de la visita de María, eso podría ser que el Congreso estadounidense, el único cuerpo en la Tierra con poder para determinar el destino de la isla, se vea obligado a tomar una decisión clave. ¿Nos dará nuestra independencia? ¿Nos llevará a su familia de estados como el miembro número 51?
Traducción: Valeria Agis
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