Antes de ser conserje, fue una leyenda; pero encontró un trágico fin
José Tomás Mejía era una leyenda para sus hermanos y hermanas en el pueblo salvadoreño de Moncagua. Ellos conocían bien de su huida a San Salvador cuando tenía 14 años, para no ser obligado a ingresar al Ejército durante la guerra civil. Escuchaban cómo se había ido del país a los 17, para terminar siendo atacado y robado en México, donde quedó sin nada. Cómo había dormido en bolsas de cemento vacías todas las noches, en el sitio de construcción en el que trabajaba, hasta que ahorró lo suficiente para viajar a EE.UU.
Era el único de siete hermanos al que su madre no llamaba por su nombre de pila; “mi niño”, le decía. Las cartas que Mejía enviaba desde Estados Unidos se convertían después en el libro de texto que usaba su madre para enseñar a leer a los más pequeños.
Cuando Fermín Pineda llegó a Estados Unidos, hace cinco años, y finalmente conoció a su hermano mayor, no se decepcionó. Mejía era un conserje, conocido y de confianza de los inquilinos y admirado por sus compañeros de trabajo, en un complejo de departamentos donde ganaba $17 la hora. Pasaba el tiempo libre del almuerzo ayudando a negociar un nuevo contrato para él y sus compañeros de empleo; cuando un automóvil chocó contra una multitud durante una manifestación por los derechos de los inmigrantes, en el condado de Orange, saltó sobre el cofre del vehículo en un intento de detenerlo.
El año pasado, el hombre de 50 años cumplió su sueño de comprar una casa en Los Ángeles. Nadie esperaba entonces que la historia de Mejía llegara a su fin en el quinto piso de una torre de Park La Brea, donde había trabajado durante más de tres años. O que su vida sería truncada por un atacante de la misma edad que tenía él cuando huyó de su tierra natal.
“Le arrebataron su sueño de manera cobarde. No podemos entenderlo”, remarcó Pineda. “Para mí, José Tomás Mejía no es solo un nombre. Es el título de una historia, de un libro. Porque hay mucho que contar sobre él”.
La familia de Mejía vivía en una zona rural de Moncagua, donde los carros tirados por bueyes se atascaban en el barro.
El niño compartía la cama con su madre y cuatro hermanos, en una casa de 13 por 20 pies. Antes de llegar a la adolescencia, Mejía prometió que algún día trasladaría a su familia a un lugar donde hubiera lugar para todos.
Pero primero, necesitaba sobrevivir a la guerra civil del país, que enfrentó a rebeldes contra un gobierno de derecha respaldado por Estados Unidos. Más de 75.000 salvadoreños murieron; millones más huyeron.
Luego de que un amigo fue baleado en la pierna por parte de un grupo de defensa civil que lo confundió con un guerrillero, Mejía decidió que era hora de irse. Se mudó a Soyapango, en San Salvador, a 75 millas de distancia, y empezó a vivir con un tío, Raúl Mejía, quien lo apoyó; le compró uniformes escolares, y la hija mayor de éste lo ayudó a estudiar. “Lo apoyé en los peores momentos”, afirmó Raúl. “Lo que sea que necesitara”.
Cuando el conflicto llegó a Soyapango, la familia desarmó las camas y puso los colchones contra las paredes para tratar de protegerse de las balas. Finalmente, huyeron a Nueva Granada.
Mejía, quien para entonces tenía 17 años, decidió que era hora de irse una vez más. Como era menor de edad, tuvo que viajar de regreso a Moncagua para que su madre firmara documentos que le permitieran salir del país.
Pero cuando llegó a México, fue asaltado y robado. Sin nada, durmió en los bancos del parque hasta que un hombre le ofreció trabajo en un sitio de construcción. Pasaba las noches allí, y usaba los sacos de cemento vacíos como cojín. “Incluso entonces, no renunció a su sueño de llegar a Estados Unidos”, remarcó Pineda.
La mamá de Mejía no supo nada de él durante ese tiempo turbulento; pensaba que su hijo estaba muerto. No fue hasta que llegó a Los Ángeles, en 1991, que pudo escribirle para decirle que estaba bien. Poco después, consiguió un trabajo como empleado de mantenimiento en las oficinas de Toyota, en Torrance.
En unos pocos años, había enviado suficiente dinero a El Salvador para que su familia se mudara a una nueva casa.
Cuando Mejía comenzó a trabajar en Park La Brea, tenía más de dos décadas de experiencia de limpieza en su haber. Y ya era un hombre casado; había conocido a Dora Molina, también salvadoreña, en una pista de baile, en 1994. Precisamente, le había ayudado a traer a sus tres hijos de El Salvador a Estados Unidos.
Su llegada, en 2018, supuso una notable mejora para los residentes que vivían en las Torres 33 y 34. Chan Rudrapatna lo veía todas las mañanas alrededor de las 8 a.m., cambiando las bolsas de basura afuera. Mejía limpiaba cada centímetro del edificio, comentó, incluidos los pomos de las puertas, los espejos, las paredes y los botones del ascensor. “No era alguien que tomara su trabajo de manera descuidada”, señaló.
Mejía también había acompañado a Rudrapatna en tiempos difíciles. El año pasado, cuando ella le contó que su madre había muerto, Mejía fue a darle el pésame. Cuando terminó de trabajar, llamó a su puerta y pasó 20 minutos tratando de consolarla. “Simplemente no quiero que te sientas tan triste”, le dijo, “porque tienes a tu familia y ellos te necesitan”.
Los inquilinos esperaban que los saludara todos los días, con su sonrisa bondadosa. Se sabían su nombre porque estaba bordado en letras rojas en su camisa de trabajo, decía “José”. Por las mañanas, la hija de cuatro años de Igor Chase iba a buscar a Mejía para saludarlo. Cuando lo escuchaba pasar la aspiradora por el pasillo, abría la puerta para darle fruta o un bocadillo.
Él trabajó durante décadas con el Sindicato Internacional de Empleados de Servicios y Trabajadores de Servicios Unidos del Oeste y subió de rango, fue elegido por sus compañeros para formar parte de la junta ejecutiva de las sedes locales. “Apostaba por el cambio que quería ver en el mundo y dedicó gran parte de su vida a ayudar a los demás”, remarcó Alejandra Valles, secretaria tesorera y jefa de personal de SEIU-USWW.
El 16 de junio, Mejía se dirigió a la Torre 33 para trabajar. Alrededor de la 1:15 p.m., habló con su esposa y le dijo que tomara un autobús para hacer las compras; él la recogería en el supermercado después de su turno.
Esa tarde, alrededor de las 2:30 p.m., un joven de 17 años llegó a la Torre 33. Había tenido una disputa con un residente del edificio y su objetivo era “dañar” a ese inquilino, expuso el detective de policía de Los Ángeles Sean Kinchla.
Pero el sospechoso se encontró con el conserje y hubo “un enfrentamiento”, comentó la policía. Mejía fue hallado, muerto a puñaladas, en la escalera del quinto piso de la torre del Parque La Brea.
Le habían quitado las llaves, probablemente porque el sospechoso estaba tratando de entrar al apartamento del inquilino, afirmó el teniente John Radtke. Más tarde, el llavero fue recuperado en el lugar.
El adolescente huyó a pie y luego fue arrestado. Ahora enfrenta un cargo de asesinato; su equipo de defensa planteó dudas sobre si es competente para ser juzgado. La policía no da a conocer su nombre por tratarse de un menor.
A las 4 p.m., mientras Molina iba al mercado, llamó a Mejía, quien no contestó el teléfono. Una hora más tarde, seguía parada junto a un carrito lleno, esperando a que llegara su esposo y pagara sus comestibles.
“¿Dónde estás?”, le preguntó la mujer por mensaje de texto. “¿Por qué no respondes?”.
Cuando el primo de Mejía la llamó y le dijo que la recogería, ella salió sollozando del mercado. Pensó que su marido había tenido un accidente. “Pero nunca pensé que sería algo así”, reconoció Molina. “No se merecía esto”.
El día después de la muerte, los residentes se detuvieron a presentar sus respetos en un pequeño monumento erigido por miembros del sindicato en las afueras de la Torre 33.
La gente se detenía a mirar fotos del sonriente custodio; algunos se persignaban. Entre los trabajadores e inquilinos se corrió la voz de que el sospechoso quería entrar en el apartamento de su novia y creía que las llaves del conserje abrirían la puerta. Según Valles, las llaves de Mejía no servían para ingresar a los departamentos.
Aún así, “Tomás no le quiso entregar las llaves”, remarcó Valles. “Era el edificio que él limpiaba y mantenía a salvo. Conociéndolo bien, estoy seguro de que luchó [para no hacerlo]”.
“En memoria de José Tomás Mejía”, decía un letrero, que incluía un enlace a GoFundMe para ayudar a la familia de Mejía. En otra pizarra, los residentes habían escrito mensajes: “Gracias por tu energía positiva todas las mañanas que nos reunimos en el vestíbulo de la Torre 33”; “José, fuiste un ángel para nosotros en la Tierra”.
Entre los que se acercaron se encontraba Rafael Acevedo, cuyas botas estaban cubiertas de lodo después de haber pasado la mañana arreglando una tubería de riego en La Brea Park, complejo donde trabaja desde hace más de 20 años.
Cuando se enteró de la noticia, un día antes, lloró. Conocía a Mejía desde 1994; su esposa era sobrina política de la víctima. Acevedo está familiarizado con la pérdida; en 2016, su hermano fue asesinado a tiros en Guatemala.
“¿Pero, aquí?”, se preguntó. “Nunca pensarías que algo así sucedería en un país como este”.
Esa noche, más de 50 personas se reunieron para una vigilia en el oscuro estacionamiento de la sede del sindicato en el sur de California en West Washington Boulevard, las pocas luces provenían de un camino de velas. Mejía solía decirle a su esposa que ese edificio era su segundo hogar; el sindicato, su segunda familia.
Cuando finalmente compró una vivienda real y recibió las llaves en su cumpleaños, en septiembre pasado, la casa estaba a menos de cuatro millas del edificio del sindicato. Planeaba usar una de las habitaciones como su oficina para la organización sindical. “No sé de dónde sacaba tanta fuerza, tanta energía”, remarcó Molina, quien describió a su fallecido esposo como alguien con una felicidad infantil.
Con fotos ampliadas de Mejía -sonriente en casi todas- como telón de fondo, decenas de sus compañeros sindicales compartieron recuerdos. Entre los asistentes se encontraba el concejal Kevin de León, quien había luchado y marchado junto a él.
Hablaron de los trabajadores que lo admiraban y los supervisores que le temían. La vez que alguien le apuntó con un arma mientras tocaba puertas en Las Vegas para una campaña demócrata; cómo peleaba por su gente, como un verdadero “luchador”.
“Tomás nunca pidió nada para sí mismo”, expresó a la multitud Marisol Rivera, conserje y vicepresidenta de SEIU-USWW. “Él era para sus compañeros de trabajo. Para otras personas”.
El sábado, Mejía será enterrado en el cementerio de Inglewood Park.
Siempre había planeado regresar a su tierra natal algún día. Pero su familia estuvo de acuerdo en que lo enterrarían en el país donde pasó la mayor parte de su vida luchando por los demás.
Su madre, ahora de 74 años, no quiere pensar en su hijo muerto, después de tantos años separados.
Quiere recordarlo como era: su niño.
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